Cronopio

El azar y la epidemia

El Estado resurge, en su razón instrumental, en la epidemia. Es la certeza objetiva frente al miedo y la zozobra; la mano que se siente en la incertidumbre y en la pérdida.

El hombre proviene del azar, pero decide su destino, sugiere Jaques Monod en su célebre ensayo sobre filosofía de la evolución (El azar y la necesidad, 1970). La vida humana no es un proyecto natural o divino, la hija predilecta de la naturaleza o de Dios, sino una probabilidad, un accidente químico, un evento único e irrepetible, sujeto a las contingencias del cambio. Con las teorías darwinistas de la evolución del universo y de los seres vivientes, Monod sostendría que el hombre es heredero de la dualidad "física e ideal", biológica y cultural, de la evolución. Como cualquier otra especie, el hombre es la síntesis de mutaciones determinadas por la adaptación y la sobrevivencia. Pero a diferencia de todas las demás, en las "huellas de su ascendencia" está la aptitud para acumular y proyectar experiencias concretas; para decidir su propio comportamiento más allá del impulso inmediato de la subsistencia. Un ser que crea, selecciona y comparte conscientemente ideas para liberarse de la selección natural, o bien, para autodestruirse.

El Estado es una de esas ideas. Una de tantas convenciones sociales que sirven para corregir el azar o superar la necesidad. Por supuesto que el Estado no es una categoría ideológicamente neutra, ni una realidad inofensiva. El idealismo, por ejemplo, pensó al Estado como ese estadio ético superior que posibilita la máxima realización de los individuos y, desde ahí, se proclamó políticamente su superioridad frente a las personas para instaurar un gran elenco de tiranías. En efecto, muchos de los pasajes más tenebrosos de la historia del hombre han tenido al Estado como protagonista. Pero lo que me interesa resaltar aquí es la razón instrumental que subyace a la idea del Estado como una invención propiamente humana para resolver problemas: su condición de "objeto artificial" configurado por el hombre con vistas a ciertas utilizaciones. El resultado de nuestra propia actividad "consciente y proyectiva", como diría Monod.

El Estado resurge, en su razón instrumental, en la epidemia. Es la certeza objetiva frente al miedo y la zozobra. La mano que se siente en la incertidumbre y en la pérdida. La caja de herramientas que aísla y confina, que cura y sepulta, que paraliza y reconstruye. El proyecto globalizador sembró, ciertamente, la intuición de una sociedad humana más allá de las identidades nacionales. Expandió la mecánica de asignación de los mercados fuera de los perímetros territoriales y de las restricciones locales. El cambio tecnológico hizo pensar que la historia había terminado en una sociedad de nubes. Mundializó la información y la comunicación: nuestras experiencias vitales se forman en la inevitable contradicción entre la pertenencia a lo próximo y nuestra conciencia de lo global. Pero el azar, la caprichosa voluntad de la naturaleza y de sus microorganismos, desnudó la fragilidad de nuestras convenciones sociales, de los artefactos diseñados por el hombre para asegurar su subsistencia, de nuestras explicaciones para procesar la angustia y las ansías de respuestas. Nada ha sustituido al Estado en la misión primigenia de proteger a los individuos de la fuerza, de la violencia, que suministran otros hombres o la naturaleza misma.

Parece que la epidemia cambiará el mundo, al menos buena parte de nuestras disciplinas y consensos sociales. En función del éxito de las intervenciones públicas, en algunos casos el Estado se relegitimará como el único proveedor eficaz de seguridad (en su acepción más amplía) frente a sus dos adversarios históricos: la utopía del orden social sin Estado y la pragmática reducción minimalista de su existencia. En otros casos, el Estado será el rostro de la muerte, del fracaso, de la crisis y la pobreza, con las implicaciones y riesgos que esto traiga consigo para la legitimidad de los regímenes democráticos. En cualquier escenario, el Estado será el centro de la acción o el propósito de la demolición.

El hombre, dice Monod en el epílogo sobre la ética del conocimiento con el que cierra aquel ensayo que ganó notoriedad en las barricadas de París en el mayo francés, "sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el reino y las tinieblas". Esa es la esencia de lo humano. Y también de la libertad.

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