La democracia frecuentemente toma a la realidad por sorpresa. Es caprichosa e impredecible. Tiene la cualidad salvaje, como solía repetir Claude Lefort, de romper certezas o de alterar repentinamente lo que parece inevitable. Es el régimen de la sorpresa, de la duda, del azar, porque empodera a cada persona a decidir lo que le parece justo o injusto, lo que le conviene o no, lo que le gusta o repudia. La democracia desmorona periódicamente el poder en votos para rehacerlo. Es una forma maleable de gobierno: el mandato de una misteriosa y contingente coincidencia de voluntades.
Nuestra democracia no murió el domingo 2 de junio. Ese relato del suicidio colectivo es, por decir lo menos, la claudicación de la inteligencia a descifrar la complejidad de nuestro presente. La coartada para no asumir las responsabilidades propias. La justificación paternalista de un fracaso. Desde luego que es inadmisible la intervención del Presidente, el contexto de violencia política con decenas de candidatos asesinados, la rentabilización electoral de la desigualdad, pero esta elección fue tan democrática como las que abrieron la transición y las alternancias. Una mayoría abrumadora dispuso quién es gobierno, quién oposición y qué peso relativo tienen. Refrendó confianza y castigó. No hay error o acierto a priori en el voto: hay decisión y consecuencias.
El resultado revela que las oposiciones, sociales y partidarias, hemos errado en el diagnóstico. Nos presentamos a esta elección con la premisa de que el enojo social era mayoritario y, peor aún, que se había instalado en la sociedad la añoranza al centrismo político de la transición. Desde las nubes autorreferentes de nuestros grupos de Twitter, planteamos la alternativa de la coalición de los partidos históricos como el mal necesario para salvar a México de su inminente ‘venezolización’. Desde las mesas de Polanco nos convencimos unos a otros de que la suma de huesos hace esqueletos, que la clase media era una identidad política sublevada ante las pulsiones autoritarias y el populismo económico, que había que salvar a los pobres de la dependencia de los programas sociales. De esas dádivas que esclavizan pero que no se tocan, por cierto. Desde la ingenuidad ‘ciudadanizadora’, le pedimos a los ciudadanos que votaran con la nariz tapada. El ‘anti’ como única razón de decisión.
El régimen de la transición llegó a su fin. Las urnas dicen que el pluralismo ‘cacha todo’, el poder compartido y el modelo de desarrollo basado en hacer crecer el pastel, no son bienes públicos apreciados por las mayorías. Podemos creer que esa es la receta correcta de las naciones prósperas, pero lo cierto es que fallamos en la pedagogía política de su defensa. Un nuevo régimen se ha refrendado electoralmente. De manera inequitativa, sí, pero indudablemente legítima. Ese régimen es la combinación de una base social con identidad política y social –un nosotros–, un presidencialismo fuerte y con capacidad de realización, una economía que derrama sin crisis o sobresaltos y, sobre todo, una democracia en la que los muchos que no tienen voz, sí deciden.
Claro que hay riesgos en la concentración de poder. Nada nos exime de una deriva autoritaria con la destrucción del Poder Judicial o la restauración de la presidencia que es voluntad sin Constitución. Pero precisamente porque la democracia no ha muerto, es posible rehacer la alternativa y contener las tentaciones autocráticas. Y lo primero por hacer es dejar de regañar a los ciudadanos o esconder la culpa detrás del fantasma del fraude. Si es que algo aprendimos del domingo.