Cooperación u obstrucción: es el dilema de las oposiciones frente al paquete de reformas que el presidente envió al Congreso y que están diseñadas para alimentar el guion de la campaña electoral de Morena, sobre todo por cuanto a los énfasis en la mejora del ingreso y en la radicalización de las intervenciones mayoritarias en la organización del poder público.
El contexto electoral sugeriría no caer en la trampa presidencial. Discutir reformas de calado estructural en el ocaso de una administración no tiene sentido estratégico alguno para las oposiciones. Acercar posiciones a tres meses de la elección deja a las alternativas sin posibilidad de diferenciación y contraste. Aportar votos parlamentarios limpia cara a los fracasos del gobierno y, peor aún, valida la permanente indisposición al diálogo que fue el sello del obradorato. Cooperar después de cinco años de insultos mañaneros, del desprecio al pluralismo, de hostilidad política y acosos judiciales, bien cabría en la definición clínica del síndrome de Estocolmo.
En contrapartida, podría haber ciertos incentivos a mostrar una actitud cooperativa en los temas particularmente populares. Algo así como mostrar oposiciones maduras que saben decir sí a lo que beneficia al país y que se oponen con determinación patriótica a lo que no conviene. Suena bien como diferenciador político ante un régimen que aplasta con mayorías aborregadas. Un ejemplo de ética republicana frente a un presidente que nunca se ha reunido ni pactado con sus oposiciones. El problema es que no hay tiempo para adjudicar pedagógicamente premios a la responsabilidad de los actores. Y no hay ninguna razón para pensar que el presidente compartirá créditos con sus adversarios. No serán las reformas del consenso, sino la claudicación de los hipócritas.
El sistema parlamentario tiene una sabiduría centenaria que habría que importar a nuestro presidencialismo. Cuando se convoca a elecciones en los regímenes parlamentarios, ya sea por disolución del Congreso o por pérdida de confianza al Ejecutivo, la disposición a la cooperación se suspende, salvo cuestiones de emergencia. El gobierno entra en una suerte de modo de funciones mínimas. El Ejecutivo pierde la iniciativa política para que los electores resuelvan libremente la conformación de la representación y definan el sentido de las cuestiones a debate. La agenda pendiente se procesa políticamente en las urnas. Cada jugador toma una posición, la explica, la defiende y la traduce en forma de decisión que cabe en una boleta. Nadie se aprovecha del ocaso de su poder para imponer una voluntad a contrapelo de los ciudadanos.
El presidencialismo, en cambio, induce a la distorsión del mandato hasta el último minuto de la potestad de poder. Es la lógica de la devaluación nacionalista del peso o de la nacionalización de la banca, por ejemplo. El soberano que impone su voluntad mientras le quede vida política. El presidente que no deja de ser presidente hasta que lo sustituye un nuevo presidente, si es que puede, claro está.
Las oposiciones, quizá, deberían asumir ese principio parlamentarista de que la iniciativa política tiene fecha de caducidad. Que esa fecha de caducidad no es el fin del mandato sino el inicio del protagonismo ciudadano, es decir, las campañas. Que el inicio de los procesos electorales modifica la función esperada del presidente: deja de ser jugador y se convierte en facilitador de las condiciones efectivas de decisión ciudadana. Nada le pasa a la democracia o a la legitimidad del sistema de partidos, si las oposiciones saben decir con contundencia que el tiempo se le acabó. Si se le exige que, en lugar de mandar iniciativas testimoniales, mejor mande fuerza pública ahí donde no es posible la libertad del voto.