Cronopio

Juanpa

Creo que su terquedad panista lo forjó para encarar la enfermedad. Antes cumplió su sueño de postrar sus manos en la tribuna del Senado. En su testamento parlamentario, dejó una lección de humanismo político.

A Eli, María, Rodrigo e Inés

No puedo imaginar la desolación de esperar la muerte. Ver pasar los segundos hacia lo inevitable. El deseo irreprimible de un milagro. El miedo al vacío. La angustia de mirar de frente a la nada. ¿Rondará mi espíritu esta habitación cuando mis ojos se cierren? ¿Podrá mi alma abrazar en silencio a mis hijos? ¿Mi recuerdo será brisa que acaricie? ¿La vida que acaba, continúa?

Me imagino a Juan Pablo Adame conversando con dios, su Dios, sentado a los pies de su cama. Así me explico su serenidad en la partida. El amigo leal, entrañable, generoso, aconseja en su final a atesorar la vida que a él ya no le pertenece. Disfruta la belleza sublime de un sorbo de agua fría que sólo pueden sentir los que tienen la paz de lo trascendente. Con su último aliento se aferra por los otros a los placeres más simples de la existencia. Esos que poco importan en la arrogancia de lo que parece improbable, de lo hoy lejano. El creyente se abraza a su fe no para sí, sino para regalar consuelo a los que se quedan. No se preocupen por mí, porque el cielo me espera. Mientras tanto a vivir.

El político católico no dialogaba desde su fe. Sus convicciones nunca le nublaron el juicio, ni eran anteojeras para entenderse con los otros. Sí, tenía la disposición tolerante de un liberal spinozista. Para Juanpa, la política sólo podía civilizar desde la conjugación activa de los valores. Desde esas intuiciones humanas que nos mueven a amar y a cuidar a los demás. En las pautas cívicas que compartimos los diferentes. Por eso gozaba como pocos conversar y debatir. Convencía con los modos gentiles de quien nunca se asume en guerra. Levantaba la voz sólo para reírse con la luminosidad de su inconfundible dentadura. Me atrevo a decir que le apasionaba el parlamento porque precisamente ahí ponía a prueba la razón de su credo. Ahí, en la arena del pluralismo, de la rivalidad, del conflicto, podía amar libremente al prójimo como a sí mismo.

El PAN era la extensión natural de su hogar ético. Su militancia era el apostolado que montó sobre sus hombros. Juan Pablo disfrutaba apasionadamente la vida en el PAN. Conocía sus entrañas, su mística, sus defectos y contradicciones. Alguna vez me habló de soportar pacientemente el frío siberiano de la disidencia. De dar la batalla en soledad aun cuando parezca que poco se puede lograr. No era un nostálgico de ese PAN que alguna vez fue, sino un ferviente optimista de lo que puede ser. Por eso caminaba incansablemente por los pasillos del PAN buscando un motivo para empezar de nuevo, para emprender otra gesta, para seguir continuando.

Creo que su terquedad panista lo forjó para encarar la enfermedad. Antes cumplió su sueño de postrar sus manos en la tribuna del Senado. En su testamento parlamentario, dejó una lección de humanismo político. Curar los males de México es la misión de la generación actuante. Pensar distinto nunca debe ser la coartada del fracaso. La política no tiene otro fin que la persona en el entorno natural de la familia y en la permanente construcción de una patria justa. Por eso urgía a pacificar la polarización. Juan Pablo apelaba a recuperar el valor republicano del respeto, de la conciliación, del diálogo útil. Su sentido de urgencia ya no era aquél de los que piensan en la siguiente parada, sino el impulso de los que sienten el agua de la vida escurriéndose de entre las manos. De ese vaso de agua fría que no será jamás.

Gocé a Juanpa en una de sus pasiones deportivas. Quizá sus Patriotas de Nueva Inglaterra fue lo único en lo que era intransigente. En medio de anotaciones, lesionados, quinielas e interminables pronósticos de liga, alguien alcanzó a decir que él era la prueba de que se puede amar profundamente a un amigo. Y es que la política y la ética de Juan Pablo también eran la amistad, el ejemplo, la camaradería. Nunca más regresó al chat. Pero estoy seguro de que se lo llevó en el corazón.

Dijo algún poeta que lo único malo de irse al cielo es que desde ahí el cielo no se ve. Juanpa está ya en los dos cielos: en la memoria laica de los que lo abrazamos en vida y en el reino de dios, de su Dios.

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