Sobreaviso

Morena en apuros

Morena se está metiendo en apuros. No acreditó a las encuestas como el mejor método de selección de candidatos y algunos de sus gobernadores exhiben vicios y tentaciones.

Sin un auténtico dirigente ni una organización consolidada y con un líder que entusiasma como asfixia, Morena se está metiendo en apuros.

Más allá del sexenio, dos factores amenazan las posibilidades políticas y electorales de ese movimiento. En la designación de candidatos a las gubernaturas no logró acreditar a las supuestas encuestas como el más pulcro método de selección. En la función, más de uno de sus gobernadores exhibe el cobre de su miseria política.

La proeza llevada a cabo por Morena de haber propulsado, en unos cuantos años, un movimiento capaz de hacer suyo el poder, hoy se traduce en el acoquinamiento para llamar a cuentas, controlar y someter a quienes encumbró –incluido el presidente de la República–, así como para darse una estructura e institucionalidad perdurable, no dependiente de una figura.

Sin una oposición capaz de formular una proposición, el gran adversario de Morena es Morena mismo.

Como otros partidos, ese movimiento comienza a resentir el efecto de los pleitos internos y el malestar arrinconado de cuadros y militantes que, si bien veían en el carisma de Andrés Manuel López Obrador la posibilidad de generar una opción de poder, repudiaban también la idea de convertir esa fuerza política en vehículo particular sin freno de una ambición e interés personal.

Si esos cuadros y militantes forjados en la lucha política desplegada por años en distintos frentes y no sólo en la veneración, obediencia y adulación de un adalid, no son capaces de reconstituir y proyectar el movimiento, a la velocidad con que lo animaron les tocará verlo perder impulso, aun cuando la inercia le permita seguir acumulando posiciones en lo inmediato.

Nada fácil la tienen quienes pretendan rescatar a Morena. El mandatario tiene claro que el vigor del movimiento depende de mantenerlo hiperactivo, sobresaturado de tareas o entretenido sin darle oportunidad de consolidarse por sí sin él. El dirigente o gerente del movimiento entiende también su rol: atender al líder, no al partido; ganar enclaves sin importar con quién y, con discreción, abrirle espacio a la aspiración de su verdadero jefe y cobrar un reintegro si aquel, al final, se lleva el premio mayor de la lotería sexenal.

En tal situación rescatar a Morena no la tienen fácil quienes quisieran asentarlo sin detenerlo.

El germen de una crisis al interior de Morena deriva de la perversión del uso de supuestas encuestas para designar candidatos a las gubernaturas.

Cierto, en un país con una subcultura política prohijada, promovida y practicada por los partidos, las elecciones primarias para seleccionar candidatos son un albur. En ellas meten la mano y los votos no sólo militantes y simpatizantes del partido interesado en seleccionar a un candidato, sino también los adversarios de esa fuerza. En tal circunstancia, las encuestas como método para escoger abanderados se presentaban como un recurso válido y seguro, siempre y cuando no se corrompieran.

Reconocido el valor de ese método, el jefe y la gerencia de Morena no quisieron revestirlo de pulcritud y transparencia, alentando así una idea: las encuestas se levantan en Palacio Nacional, consultando a una sola persona, cuya opinión borra al resto, sin aceptar ni el más mínimo margen de error. El malestar de los precandidatos desechados por esa forma singular de realizar estudios de opinión amaga a la unidad y cohesión del movimiento.

Lejos de empeñarse en acreditar ese método de selección de candidatos, Morena le ha abierto la puerta a una crisis –quizá, fractura–, cuando aplique las supuestas encuestas para seleccionar a su candidato presidencial. Puede el mandatario y líder del movimiento sentirse amo y señor del juego de su propia sucesión, pero síntomas de malestar con el método de selección advierten un próximo problema.

Con la rapidez con que el Ejecutivo precipitó el juego sucesorio lo tiene que resolver. Designar por adelantado al probable sucesor, entregarle el movimiento y, más tarde –de ser el caso–, transferirle el poder, antes de provocar una crisis de una dimensión superior a la prevaleciente.

A la par de ese apuro, Morena afronta otro. Varios de los gobernadores que postuló están dejado ver la verdadera médula de su alma política y lejos de ser llamados a cuentas, reciben el respaldo del timonel del movimiento.

Qué decir de Cuitláhuac García, el gobernador de Veracruz, que a modo de caricatura perfila su imagen de inexperto cacique. De Miguel Barbosa, el gobernador de Puebla, que cuando no tima o engaña, hace de la venganza su alegría. De Evelyn Salgado, quien representa al gobernador de Guerrero. Y de aliados como Cuauhtémoc Blanco en Morelos, quien por buena gente se toma foto con criminales (ver El Sol de México) que le dedican mantas reclamándole respetar siniestros acuerdos, o como Ricardo Gallardo en San Luis Potosí a quien le toman foto como criminal, aun cuando no logran condenarlo.

Y faltaría por mencionar al autor del fraude a la Constitución, como la Corte calificó la intención de Jaime Bonilla de permanecer indebidamente en la gubernatura de Baja California, quien ahora pretende colocarse en la Secretaría de Gobernación, espoleado por su plomero de cabecera, Amador Rodríguez Lozano.

¿Ese elenco compone la nueva clase política apadrinada por Morena? ¿Si no es igual a la anterior, en qué difiere?

Si, en verdad, al concluir su mandato, el presidente López Obrador pasará al retiro, cuadros y militantes deberían rescatar el movimiento construido al amparo de su liderazgo. Si no es así, antes de lo esperado, Morena pasará a formar parte del catálogo de partidos que, en vez de ser instrumento ciudadano, hacen de la ciudadanía su instrumento.

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