Afirmar que el caos y la violencia en Villahermosa son un acto de propaganda es reduccionista. También es una mentira relativa, pero es lo que hizo el presidente Andrés Manuel López Obrador al acusar a la prensa de magnificar el desastre en la capital de su estado y mencionar a los medios como parte de su narrativa para esconder la realidad en la capital de Tabasco, convertida en el último año de su gobierno en un microcosmos de la ingobernabilidad en el país.
Lo que sucede en Tabasco es mucho más profundo de lo que se vio en vísperas de Navidad y la semana pasada, cuando Villahermosa fue tomada por las milicias del Cártel Jalisco Nueva Generación, integradas por ex-Zetas que en los últimos tres años recuperaron su libertad y regresaron a delinquir bajo el amparo de esa franquicia, para convulsionar la capital y tratar de inhibir la pretensión del Cártel de Sinaloa de extender sus dominios desde la frontera con Guatemala hacia el interior de esa región del sur mexicano.
La explicación simplista de López Obrador no oculta el derrotero de su estrategia de seguridad, pero se acentúa dramáticamente más porque la inestabilidad en su tierra es consecuencia de la descomposición política que él mismo provocó al enfrentar a sus dos grupos de incondicionales en la lucha por la gubernatura.
Por ello, no hay que leer las declaraciones del gobernador de Tabasco, Carlos Manuel Merino, como una estupidez de quien está totalmente rebasado. Aunque utilizó la semana pasada frases del vademécum de charlatanerías mañaneras para trasladar sus incapacidades a los demás, esboza que parte del problema tiene que ver con fines electorales.
Ninguno de los dos políticos tabasqueños lo va a admitir, pero en la violencia desatada en la entidad y en Chiapas, la variable electoral no tiene que ver con la oposición, sino con las fricciones de los grupos afines al Presidente y con los candidatos de Morena y sus aliados a las gubernaturas el próximo año.
Para entender este potaje político-criminal hay que recuperar la evolución de los cárteles de la droga mexicanos en los últimos seis años, que adquirió una dinámica diferente a partir de 2017, cuatro años después de que, por un tecnicismo que no atendió la entonces Procuraduría General de la República, Rafael Caro Quintero salió de la cárcel 12 años antes de cumplir su sentencia de 40 años por el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, y su piloto, el mexicano Alfredo Zavala, y que como jefe del Cártel de Caborca tejió la mejor relación con las organizaciones colombianas y las ecuatorianas para el abasto de cocaína.
Caro Quintero se enfrentó contra sus viejos socios del Cártel de Sinaloa, y formó una alianza natural con el Jalisco Nueva Generación, que se ha ido expandiendo en México y hace dos años empezó a disputar a Sinaloa la frontera con Guatemala, que domina desde hace más de un cuarto de siglo. Desde principios de 2022 mantiene una guerra contra los sinaloenses en dos municipios chiapanecos en particular, Frontera Comalapa y Chicomuselo, lo que propició que el año pasado los jefes rivales enviaran a varios de sus principales capos a esa zona para evitar perder la plaza. El Cártel de Sinaloa logró contener y repeler al Jalisco Nueva Generación, sin que se acabara la violencia que, de hecho, se expandió.
Con el respaldo de Caro Quintero, que fue detenido a mediados del año pasado por petición de Estados Unidos para ser extraditado –el gobierno de López Obrador no ha presionado al Poder Judicial para concretarla–, el Jalisco Nueva Generación, que se nutrió de sicarios que originalmente fueron la columna vertebral de Los Zetas en el sur mexicano, se alió con un grupo criminal conocido como El Maíz –no confundirse con el Movimiento Agrario Indígena Zapatista, MAIZ–, y que, según información del gobierno, tiene vinculaciones con el senador del PT José Narro, metido en polémicas por sus presuntos nexos con el crimen organizado.
La cosmética acción presidencial de reforzar la seguridad en la frontera de México con Guatemala no ha servido para nada, porque no enfrentan, sino inhiben. Pero como ya es sabido, si los militares ya no cohíben a malandrines, menos a los cárteles de la droga, lo que allanó el camino para una contraofensiva de Sinaloa contra el Jalisco Nueva Generación, que calentó sus plazas para frenar el avance de sus adversarios, aterrorizando a Villahermosa.
La guerra criminal se agudizó a Tabasco como externalidad de la caída de Adán Augusto López, seducido por López Obrador para dejar la gubernatura, convertirse en secretario de Gobernación y, eventualmente, candidato presidencial, con lo cual se perdió el control político en el estado y la coordinación de las Fuerzas Armadas y la Guardia Nacional, porque Merino no los pudo restablecer, dejando a sus gobernados a merced de los criminales.
El viernes, consecuencia de la ola de violencia, le ordenaron destituir al secretario de Seguridad, Hernán Bermúdez Requena, hombre de Adán Augusto, cuyo desgaste, que pasó por la unción como candidato a gobernador de Javier May, su enemigo político desde hace tres décadas, también arrastró al gobernador de Chiapas, Rutilio Escandón, su cuñado, a quien la violencia lo sojuzgó.
Los cuñados tampoco pudieron poner candidato a gobernador ahí, porque López Obrador palomeó al senador exverde Eduardo Ramírez, vinculado en informes oficiales a grupos paramilitares ligados al crimen organizado y a Los Motonetos, una banda que tiene arrodillado a San Cristóbal de las Casas. Ese estado en disputa tiene largo tiempo gobernado por el Partido Verde, que amplió sus conexiones políticas a Quintana Roo, controlado por el Cártel de Sinaloa.
En Villahermosa no existe solo la “propaganda” que menciona López Obrador. Pero ¿qué puede decir? ¿Que sus principales bases electorales en el sur están controladas por los cárteles? ¿Qué no sabe o no le importa resolver el problema? López Obrador ya cerró la cortina, y como en tantas cosas que comenzó y dejará inconclusas, está trasladando su solución, si existe, a quien lo suceda.