Otros Ángulos

¿Para qué sirven los debates?

Las ideas, propuestas y argumentos debieran ser una piedra angular de los debates; sin embargo, ahora están condicionados a ser una vitrina de estrategias para la búsqueda de emociones.

Teóricamente el enfrentamiento de candidatos debiera ofrecernos aquellos puntos finos que dan lugar a sus características fundamentales, cuáles son sus proyectos, de qué están hechos y, de manera sustantiva, qué quieren hacer con el poder. Pareciera que en el debate de ideas se deberían confrontar los alcances de cada uno y con ello exponer la conveniencia de votar por uno o por otro. ¿En verdad eso ocurre? El pasado miércoles vimos lo que llamaron 'el debate chilango', con siete participantes que aspiran a convertirse en jefe de Gobierno de la Ciudad de México. ¿Y para qué quieren eso cuando todos y cada uno expresaron que la capital es un infierno? Nada se escapó. Todo está mal. De lo que dijeron, no hay nada positivo, no hay razón para vivir en una ciudad pestilente, macerada por la contaminación, semiinmovilizada por el caos vial, podrida entre asesinatos, hurtos, secuestros, asaltos y violaciones con total impunidad. Los siete culparon de esto a los gobiernos perredistas y a cinco delegados morenistas que, en conjunto, se autoproclaman como miembros de la izquierda. ¿Eso es el progreso social de quienes dicen querer ayudar, estimular, promover a las capas sociales más desprotegidas? Sus propuestas nadaron en aguas superficiales, la mediocridad los llevó a las descalificaciones, y salvo momentos de excepción, Mariana Boy, Lorena Osornio y Mikel Arriola propusieron alguna oferta novedosa o mostraron preocupación por la suerte de los habitantes de la CDMX.

Estamos ante lo que llamaríamos la democracia de opinión, que no nació de una evolución política sino tecnológica. Hoy los grandes debates no se dan en la escuela, los partidos, la iglesia o los sindicatos; se dan en los medios masivos y en las llamadas redes sociales. Llegamos sin haber pasado por las generaciones de educación democrática ni en la práctica representativa ni en la práctica social. En El antiguo régimen y la revolución (1856), Alexis de Tocqueville escribe: "Tengo gran simpatía por las instituciones, pero desprecio y temo a los dichos de la masa". ¿Qué valen la competencia, la complejidad de los problemas actuales, la responsabilidad frente a quien durante años ha conjuntado la frustración, la desdicha y el odio de quienes han padecido la imposibilidad de llegar a tener una vida digna? Canalizar personalizando el cúmulo de reveses y desgracia colectivos, es adelantarse a cualquier otro estímulo por racional que pueda esgrimirse.

Los debates, en los que las ideas, las propuestas y los argumentos debieran ser una piedra angular de la democracia, están ahora condicionados a ser una vitrina de estrategias en las que predominan la búsqueda de emociones y la tentación de hacer derrapar a los opositores. Todo esto en segmentaciones de segundos acumulados en minutos en los que se tratarán asuntos trascendentes para la nación.

¿Cómo tratar a fondo asuntos tan complejos como la inseguridad, el desempleo y la relación con Estados Unidos en cuatro minutos y réplicas de 60 segundos? Añádase que serán cinco adversarios y tres moderadores. Es decir, ocho personas que fragmentarán cualquier argumento de fondo y así eliminar los datos colaterales de ecuaciones de tercer grado.

El tiempo y el formato de los debates son mezquinos. La televisión generosa en el renglón entretenimiento, es avara para sólo dedicar dos horas a los asuntos relevantes del país. Lo que nos interesa a todos está en juego. Por lo tanto, debiera haber debates frecuentes, uno por semana y con duración multiplicada a tres o cuatro horas, afondo y con amplitud, con participación del público sobre el que recaerán los dichos y los programas de los aspirantes. De este modo, tendríamos muchos más elementos que las simples notas periodísticas y los spots encargados de difundir un mundo de colores, efectos especiales y frases huecas repetidas, literalmente, millones de veces.

Como no será así, nuestro futuro inmediato seguirá la ruta de decidir casi en el vacío, en el tráfago de frases hechas por publicistas y en repartir rebanadas del exquisito pastel de la vacuidad. En su Vida de Solón, Plutarco se mostraba sorprendido de ver que "entre los griegos, quienes deciden son los ignorantes". Los debates no buscan el cerebro de quien los ve, no buscan a quienes han ido a la escuela, van directo al vientre de quienes se duelen de su suerte.

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