Otto Granados

La 'sociedad' mexicana: ¿solución o problema?

Parece claro que la corrupción en México es reprobada a nivel verbal, pero ampliamente practicada como un recurso para funcionar en diversos contextos, escribe Otto Granados.

Otto Granados

Exsecretario de Educación Pública

En estos y otros tiempos, es normal ver cómo los políticos recurren todo el tiempo a palabras que, según ellos, son equivalentes: sociedad, pueblo, comunidad. Pero, ¿existe algo así? Lo dijo bien Margaret

Thatcher cuando se lo preguntaron: "Sabe usted, no hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias". Liberalismo puro, ciertamente, pero si lo que en realidad existe son personas concretas de carne y hueso, y nada más, entonces el entendimiento de lo que ha pasado en México en las últimas décadas, pasa necesariamente por eso que las buenas conciencias llaman la "sociedad". El asunto importa porque, diría Ortega y Gasset, "una nación donde el Estado, el sistema de las instituciones, fuese perfecto, pero en que la sociedad careciese de empuje, de claridad mental, de decencia, marcharía malamente".

Para empezar, México no es Canadá, Holanda, Noruega o Uruguay, donde los modos de convivencia y los códigos cívicos, éticos y legales son aceptados y practicados colectivamente y por eso funcionan. En México, esos códigos no constituyen una conducta asumida e internalizada por la mayoría en la vida cotidiana sino, si acaso, una retórica que sirve para referirse a asuntos ajenos, señalar culpas ajenas o expiar pecados propios. En ese sentido, las encuestas ofrecen una radiografía decepcionante de los grados de confianza interpersonal, respeto a la ley y la diferencia o sentido de responsabilidad que alcanza nuestro ecosistema social. No le faltaba razón al historiador John Womack Jr. cuando afirmó que los chambelanes de la sociedad mexicana decían que era "como la italiana de Gramsci: brava, robusta, resuelta, independiente, civilísima. Pero de hecho parece tímida, frágil, necesitada, prefiere la pasividad privada a la acción socio-civil y, si sale, es mejor para quejarse, demandar, que para obrar su propia obra". Dicho de otra forma: sociedad no es muchedumbre.

Por ejemplo, se ha vuelto ya un tópico situar los problemas de corrupción exclusivamente por el lado del sector público. Pero lo que ocurre por el lado de los particulares también es grave. En diversos años, Latinobarómetro ha reportado que, en México, más del 70% de los ciudadanos declara, paladinamente, que respeta la ley sólo "si les parece justa", o sea, si les conviene; el 46% cree que hay que "quedarse callado" ante actos de presunta corrupción, o el 48% aprueba que un funcionario se aproveche ilegalmente de su cargo "siempre y cuando haga cosas buenas". La conclusión es cruda pero real: amplias porciones de la llamada sociedad mexicana tienen una tendencia natural, casi biológica, a la corrupción.

Lo mismo pasa en otros ámbitos, como las empresas, y los reportes son elocuentes. Por un lado, los excesos regulatorios del sector público son generalmente campo propicio para la ilegalidad, entre otras razones porque México ha sido omiso en ejecutar, ex ante, un profundo proceso de desregulación y de e-gobierno que podría ser eficiente para abatir los niveles de opacidad en la interacción entre particulares, empresas y sector público. Pero por otro, dentro de las propias empresas la corrupción es escandalosa. En la "Encuesta de Delitos Económicos 2018", de PwC, no son funcionarios públicos sino los empleados los principales defraudadores (63%) y, entre ellos, los cargos intermedios (42%) son los que más lo cometen, seguidos de los inferiores (32%) y los altos directivos (19%), aunque por valor del fraude estos últimos son los principales perpetradores.

Las razones, desde luego, son varias, pero destaca que los empleados admitan que ni los sistemas de control más agresivos han logrado contener la corrupción en los procesos de compras, donde el problema está más generalizado, o que los patrones sean muchas veces la mejor justificación de las acciones del resto de los empleados al no pagar impuestos, evadir el reparto de utilidades o prestaciones, incidencias más comunes, o bien la propensión deliberada de algunas empresas a engañar al cliente con rutinas como las diferencias entre peso pagado y peso entregado de un producto, el cambio en ingredientes o insumos mediante el cual se modifica alguna especificación no relevante para ahorrar costos o favorecer a un proveedor. Igual sucede con otras distorsiones: robos de agua y energía eléctrica, apropiación privada de espacios públicos, violación de normas viales, etc. ¿Qué hacer?

Una limitación endémica para la práctica de la legalidad radica justamente en la debilidad de uno de los fundamentos esenciales del sistema de valores en que una sociedad cree: el respeto que la ciudadanía sienta, tenga y practique por la ley y las instituciones. Por lo general, los estudios de opinión arrojan una demanda importante a este respecto, pero en los hechos, como observó Héctor Aguilar Camín, "la ilegalidad es un hecho de la vida pública y un rasgo de la conciencia privada. Incluye a una buena parte de la población, mexicanos que no son delincuentes pero que viven fuera de la ley en algún aspecto fundamental de sus vidas". El problema es muy complejo. Tiene que ver, en efecto, con un déficit en la manera como se transmite e internaliza el concepto y la práctica de la legalidad en la socialización de niños y jóvenes. Pero también se relaciona con la falta de incentivos eficaces para cumplir la ley y con una especie de colapso en el sistema que transfiere valores, dentro de una colectividad, mediante el efecto imitación.

En esa posición sobresale a la vez una contradicción casi psicoanalítica. Los mexicanos manifiestan, en general, tener valores positivos, pero la percepción de incertidumbre en que están inmersos diluye el capital social e incentiva a maximizar el beneficio privado, así sea por mera protección individual. Aquí está una clave en cualquier diseño que reduzca la corrupción: hacer que las instituciones públicas y privadas creen un ambiente compartido que proporcione a las personas los incentivos para tomar, dentro de un set determinado de opciones, la decisión correcta desde el punto de vista legal y ético.

Parece claro que la corrupción en México es reprobada a nivel verbal, pero ampliamente practicada como un recurso para funcionar en diversos contextos. Así, ni la mejor legislación ni los mecanismos de control más estrictos ni las políticas punitivas ni el voluntarismo político serán suficientes para reducir de manera sostenible el problema si el valor de la legalidad, la transparencia y la honestidad no arraigan como un recurso natural de vida.

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