Otto Granados

Trump, Biden y México

La relación con EU sigue siendo un aspecto traumático de nuestra cultura cívica y, lógicamente, de la forma como México se relaciona con el exterior.

Por décadas, el seguimiento de las elecciones presidenciales norteamericanas ha sido casi un deporte nacional entre las élites mediáticas, políticas y empresariales mexicanas asumiendo que del resultado habrá consecuencias, de un tipo u otro, en la relación entre ambos países. Esta vez no ha sido la excepción pero, al igual que en el pasado, dicha observación parte de una simplificación excesiva: que la naturaleza de dicha relación depende tan sólo de la voluntad personalísima del presidente de Estados Unidos. ¿Es así? Veamos.

Largamente discutida pero nunca resuelta, la relación con EU sigue siendo un aspecto traumático de nuestra cultura cívica y, lógicamente, de la forma como México se relaciona con el exterior. Aunque dicen que el psicoanálisis es la única enfermedad que ha generado su propia terapia, a veces parece que es el único camino que nos queda para aceptar que ningún país puede ingresar a la edad adulta si no comprende y procesa con nitidez y sentido práctico las lecciones de su propio pasado y afronta sus fantasmas de la etapa formativa.

La percepción de las relaciones México-EU, a pesar de que han sido muy estudiadas, no han producido un cambio profundo en la mentalidad colectiva de lo que significa ese vínculo, geográfica, política y económicamente ineludible. Hace cuarenta años que en México existen centros académicos y publicaciones especializadas en Estados Unidos; estudiantes, profesores, trabajadores y gente de negocios vienen y van al norte del Bravo; todos tenemos un pariente al otro lado, y la mayoría de los medios mexicanos tienen corresponsales en el país vecino. Y, sin embargo, todo ello no ha logrado crear en la opinión pública mexicana una pedagogía que arroje más claridad sobre la naturaleza, relevancia y complejidad de esa relación.

Basta ver las declaraciones políticas o algunas encuestas acerca de las posiciones de México ante EU para darse cuenta de que el antiamericanismo, fermentado por décadas, de buena parte de la ciudadanía, sigue bien abonado por una mezcla de raíces históricas y de prejuicios, resentimientos y lugares comunes. Pero aún con la ambigüedad que subyace en ese comportamiento, algunos sectores académicos y privados han hecho su tarea para construir con EU un marco de relaciones que, a sabiendas de que siempre existirán mitos, diferencias y tensiones, los canalice de forma tal que distinga los asuntos de fondo entre ambas naciones de las fricciones cotidianas inevitables. Los hechos concretos y los datos duros en materia de seguridad regional, violencia fronteriza, migración, medio ambiente, comercio, drogas, remesas, etcétera –que constituyen la estructura vertebral de la relación bilateral– son inequívocos: México no tiene ni tendrá una relación tan crucial y estratégica como con EU.

Dicho de otra forma: de lo que se trata ahora es de que México cuente, en un sentido geopolítico y económico integral y de largo plazo, con un "pensamiento estratégico" en el campo internacional; de identificar que, en un mundo global e interdependiente, cualquier país necesita precisar cuáles son sus prioridades y quiénes son sus socios, amigos o aliados y debe por lo tanto asumir los compromisos, ventajas y costos derivados de esa elección, y actuar en consecuencia.

El México actual no es el de 1821 que buscaba la consolidación de la Independencia; de 1910 que aspiraba al reconocimiento internacional del nuevo régimen; de 1940, que intentaba neutralizar los saldos de la expropiación petrolera y sacar ventaja de la Segunda Guerra; de los años 50 y 60 que se ufanaba de una "relación especial" con EU; de los años 70 y 80 que desplegaba un activismo tan estentóreo como estéril en los fugaces años en que México fue un jugador petrolero de mediana relevancia, ni es, incluso, el de los años 90 en que tomó, para bien, una decisión histórica al suscribir el TLC con EU y con Canadá.

El panorama actual es muy distinto. El México del siglo XXI es ya un país con 130 millones de habitantes residiendo dentro del territorio y 36 millones de mexicanos o de origen mexicano viviendo en EU, que tienen un poder adquisitivo estimado (2018, Selig Center) en 881 mil millones de dólares. Las remesas anuales que los paisanos envían a México ascendieron a casi 37 mil millones de dólares en 2019, mucho más que los ingresos por petróleo o turismo. México comparte la segunda frontera más extensa con el país más poderoso del planeta, del que se ha convertido ya en el primer socio comercial con un intercambio de 614 mil 500 millones de dólares (2019, US Department of Commerce) el año pasado, de los cuales 358 mil millones de dólares fueron bienes y servicios exportados por México al norte. Hay 29 mil 987 empresas norteamericanas operando en México, según AmCham, las cuales han invertido, desde 1999 hasta el segundo trimestre de 2019, 267 mil millones de dólares. En síntesis, 60 por ciento del PIB mexicano está vinculado directamente a la economía internacional; tiene suscritos acuerdos y tratados de libre comercio con 46 países, un número más alto que cualquier otra nación, que equivalen a 75 por ciento del producto global y que comprenden unos 900 millones de consumidores.

Aunque es evidente que México atraviesa, desde el punto de vista político, económico, sanitario y de seguridad, por el peor momento de su historia desde 1932, y que su presencia, influencia y peso en el escenario internacional es irrelevante, la pregunta clave es sencilla: ¿puede esa compleja arquitectura en que se sostienen las relaciones México-EU cambiar de fondo o descarrilarse en serio dependiendo de que un republicano o un demócrata gane las elecciones presidenciales? Por supuesto que habrá alteraciones, altibajos, estridencias y tensiones, como ha sucedido siempre desde el siglo XIX, pero la mejor defensa de México, también como siempre, serán sus fortalezas internas en materia institucional, democrática, económica y de Estado de derecho. Dicho de otra forma: el gran problema de México no está en la Casa Blanca y la solución no está en las casillas electorales de Milwaukee, Idaho o Florida de 2020, sino en las de Nuevo León, Estado de México o Yucatán en 2021.

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