Otto Granados

La corrupción privada

En México la ley –buena, regular, mala o peor– no es concebida como la referencia suprema a la cual debemos sujetarnos, escribe Otto Granados.

Relato tres historias ocurridas en la ciudad donde vivo. Un hijo que trabajaba junto a su padre esquilmó por meses o años el negocio familiar y, para quedarse con todo, maquinó con la madre la manera de declararlo mentalmente incapaz. En la segunda, el empleado de una agencia automotriz a la que llevé mi auto me presentó una cotización de servicios pero, segundos después, ofreció realizarlos –"por fuera"– a la mitad del precio en un taller de su propiedad. Y en la tercera, unos pájaros de cuenta montaron una "caja de ahorro", ofrecieron tasas mucho más atractivas que las del mercado y luego volaron con el dinero de los ahorradores.

El denominador común de estos casos es que sucedieron, exclusivamente, entre particulares, y son ilustrativos de esa otra vertiente de la corrupción a la que, entre pudorosa y cínicamente, no se le quiere ver la cara. Pero existe y muestra que cuando la ilegalidad se vuelve sistémica, crónica y consentida, disuelve los fundamentos éticos y culturales que deben cohesionar a una sociedad, estimula a sus miembros a actuar por fuera de las reglas del sistema, introduce distorsiones en los mercados económicos y le cuesta dinero a todos.

El lugar común y las generalizaciones absurdas dicen que todo se resolverá con endurecer las penas, contratar auditores, desenmascarar los latrocinios, nombrar fiscales, ir tras los corruptos, etc. Pero la evidencia muestra otra cosa: para disminuir el problema, hay que comprender su complejidad, introducir innovaciones en sus ámbitos más recurrentes y contar con un mapa de navegación legal, institucional, tecnológica y educativa. En suma: desmontar los incentivos que lo motivan para reducir los beneficios que genera y edificar un ambiente colectivo que premie la honestidad. Veamos.

En el mundo empresarial, por ejemplo, las incidencias delictivas parecen ser extendidas. Dos encuestas (KPMG y PwC) indicaron que en México el fraude corporativo o interno, en general cometido en colusión con proveedores o clientes, es de los más altos en América Latina. Encontraron que los empleados intermedios (42%) son los que más defraudan, seguidos de los cargos inferiores (32%) y los altos directivos (19%), pero por valor económico el reparto del botín fue inverso: 51% de lo obtenido se lo llevaron los mandos superiores, los cuales, probablemente, tienen grados universitarios lo que ofrece interrogantes relevantes acerca de la educación o los valores que recibieron en la escuela. Por ende, es legítimo preguntarse si, como presumen sus valedores, la honestidad es un valor suficientemente arraigado en el tejido social y psicológico de los mexicanos o si, más bien, éstos son un eslabón más del problema. Hasta ahora, parece que en México el respeto que la ciudadanía siente, tiene y practica por la ley y las instituciones, es notablemente bajo.

El problema es complejo. Tiene que ver con un serio déficit en la manera como se transmite e internaliza la noción y la práctica de la legalidad en los procesos de socialización de niños y jóvenes tanto en la familia como en las iglesias, la escuela y los medios, que son los formadores tempranos. Pero también se relaciona con la falta de incentivos para cumplir la ley y con una especie de colapso en el sistema que transfiere valores, dentro de una comunidad, mediante el efecto imitación.

Es decir, en México la ley –buena, regular, mala o peor– no es concebida como la referencia suprema a la cual debemos sujetarnos. Por razones variadas, se ha convertido en objeto de interpretación, negociación o transacción que se viola o cumple dependiendo de factores externos, pero no porque el ethos colectivo asuma que cumplirla es parte del orden natural de las cosas en un país que funcione ni por la convicción de que el Estado de derecho es fundamento esencial de una democracia, una convivencia civilizada y una economía eficiente. Más allá de las causas de ese desencuentro endémico el resultado es que dificulta la construcción de una ciudadanía de alta intensidad y un país competitivo internacionalmente. ¿Qué hacer?

Para empezar, ser realistas. Por lo que se observa parece difícil encontrar a corto plazo una solución integral y sostenible, pero es posible avanzar trabajando en la articulación de un entorno comunitario y educativo donde la honestidad sea internalizada como algo valioso y el cumplimiento de la ley sea socializado como algo normal. Esto requiere producir una nueva "racionalidad" de la conducta lícita que cambie los procesos mentales que los individuos hacen para autojustificar ciertas incidencias como, por ejemplo, las frases habituales tipo "si todo mundo lo hace ¿por qué yo no?" o "si no, no avanzas", lo cual simplemente profundiza el círculo vicioso. Llama la atención, en algunos estudios, que los alumnos de educación básica tienen un nivel adecuado de razonamiento moral y son capaces de discernir las situaciones a las que se enfrentan, lo que sugiere que tanto la familia como la escuela podrían estar formando adecuadamente a niños y jóvenes, pero hay un tramo en el desarrollo posterior o en la inserción social donde ese razonamiento simplemente se pierde y no se practica en lo cotidiano. De allí que el nuevo modelo educativo de 2016 introdujera en el currículo escolar programas y aprendizajes clave para desarrollar las "competencias blandas" como la ética aplicada en la obediencia a la ley.

Finalmente, los medios, redes y otros vehículos de comunicación pueden jugar un papel extraordinariamente útil si, además de los escándalos, ensayan un enfoque alternativo en el tratamiento del problema, en cierta forma parecido al que por años han utilizado las campañas antitabaquismo, que de lejos han sido las más exitosas para inhibir ese hábito y cuya eficacia –además de costos, impuestos y prohibiciones– radicó en haber sembrado una clara conciencia de que fumar es malo para uno, para los demás y, peor aún, que se ve mal. Su éxito parece haber consistido en invertir lo que los psiquiatras llaman el "circuito de recompensa" y su componente emocional, y en cambiar las motivaciones (los incentivos) del fumador por otras que le provean de una vida más saludable para él y su entorno. Pues bien, con las adaptaciones del caso, un enfoque de ese tipo puede ser eficaz en el combate contra la corrupción.

En los países que mejor desempeño tienen en la cultura de la legalidad hay una exclusión social hacia aquellos que han cometido ilícitos no sólo porque es en sí misma la posición moralmente correcta sino porque los autores se han apropiado de bienes que pertenecían al resto de la comunidad. Por tanto, ésta no puede, en sana lógica, ser indiferente porque entonces se da a la corrupción una legitimación social que facilita su reproducción o, peor todavía, se la hace emblemática y se convierte en un modelo a imitar porque brinda, por la vía rápida, un ascenso social y económico de otra manera imposible.

Más allá de todas las acciones punitivas, si no cambia el código de valores, las mejoras que se logren en este campo no serán sostenibles.

COLUMNAS ANTERIORES

¿Cabeza de ratón o cola de león?
Trump, Biden y México

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.