Otto Granados

Después del Covid-19

Hay un caso, el de Thomas Schäfer, que refleja los enormes riesgos que la pandemia va a tener sobre la salud mental y emocional de personas y comunidades.

Entre la enorme cantidad de información que se ha generado estas semanas en torno a la crisis del Covid-19, pocos lectores habrán reparado en el nombre de Thomas Schäfer. Era un abogado y financiero de 54 años que en la crisis de 2008 jugó un papel relevante en el salvamento de la industria automotriz alemana y, más tarde, se convirtió en ministro de Finanzas de Hesse, el cuarto estado más rico de Alemania. Luego de diez años en esta posición, tenía un futuro político muy prometedor y podría haber sido ministro presidente de esa región. Ya no lo será porque el sábado 28 de marzo se suicidó, arrojándose a las vías de un tren de alta velocidad, sometido a un nivel de estrés, intenso e inmanejable, ante el impacto económico de la pandemia y no saber si, dada su magnitud, podría cumplir con las expectativas mayúsculas de la gente a la que servía. "Estas preocupaciones –dijeron las autoridades de Hesse– lo aplastaron. Obviamente no encontró ninguna otra salida. Estaba desesperado".

El caso refleja los enormes riesgos que la pandemia actual va a tener sobre la salud mental y emocional de personas y comunidades, ofrece una evidencia trágica de la forma tan compleja en que funciona la química del cerebro, y es un ejemplo dramático de las tensiones a las que están sometidos los líderes políticos que son profesionales, honestos y responsables. Sin embargo, no termina allí: de muy diversas maneras ilustra el efecto traumático que, más allá de la salud y la economía, esta crisis tendrá sobre el sentimiento de seguridad y de control de sus vidas en la mayoría de las personas comunes y que, probablemente, durará más tiempo que la superación de la emergencia misma.

Pensemos en el caso de los millones de jóvenes que hoy estudian en las universidades para los cuales, de pronto, ya sea porque algún familiar está contagiado o muerto por el virus, porque sus padres han perdido el empleo, porque es el único tema del que se habla en casa y los noticieros, o simplemente porque ya no hay escuela a la que puedan regresar por ahora, el orden cotidiano de las cosas al que estaban acostumbrados, se ha visto interrumpido de una u otra forma. Lo de menos son las alternativas tecnológicas a las cuales puedan tener acceso o los materiales de que puedan disponer, lo cual puede momentáneamente ofrecer una relativa percepción de naturalidad, o las docenas de textos académicos con brillantes ideas, más cercanas al tono de los músicos del Titanic que a la partitura del hundimiento. Lo verdaderamente importante, sin embargo, en una perspectiva psicológica y emocional, es cómo le van a hacer para recuperar la confianza y la certidumbre en su presente, o mínimamente para suponerlo, y, sobre todo, para pensar en su futuro en un entorno que hoy es frágil, impredecible y sombrío. En otras palabras: cómo prepararse para transitar de la vieja a la nueva normalidad.

En otras crisis –políticas, económicas, migratorias, medioambientales o incluso sanitarias de proporciones más limitadas–, había la posibilidad de mudarse a otra casa, otra ciudad u otro país y rehacer, con el tiempo, la vida. Ahora esta opción no existe y no hay más alternativa que reorganizar las piezas del rompecabezas pero en el mismo entorno. Si bien es cierto que la respuesta científica a este fenómeno corresponde a los profesionales especializados en la salud mental, también lo es que las universidades tendrán que jugar un papel crucial. Veamos.

El próximo verano egresarán de las instituciones mexicanas de educación superior, públicas y privadas (IES), entre 450 y 500 mil estudiantes. En condiciones normales, 80 por ciento se habría empleado, cuatro de cada diez en menos de seis meses, y con creciente dificultad pues, según la Encuesta Nacional de Egresados 2019 (ENE), 45 por ciento afirmó que le fue "difícil o muy difícil" colocarse, contra 26.1 por ciento que reportaba lo mismo quince años atrás. Además, con salarios muy castigados: en su primer empleo, 65 por ciento de los egresados reportaba un salario promedio entre mil 500 y 8 mil pesos mensuales (con importantes diferencias si era de tiempo completo, edad, género, etcétera), independientemente de proceder de una IES pública o privada; si se estaba en este último sector hay que considerar que la amortización de la inversión le tomará muchos años. Por otro lado, derivado de la recesión del año pasado, la caída en la inversión, la desconexión entre la oferta de egresados y la demanda de los mercados económicos y laborales, la alta concentración en carreras tradicionales, la emergente automatización, entre otras cosas, el desempleo venía aumentando de manera sostenida; de acuerdo con Inegi (ENOE, 2019), 30 por ciento de los desocupados tiene educación superior, contra 16 por ciento en 2001. Esas eran las condiciones 'normales'; ahora, con el efecto económico de la pandemia, pueden ser peores. ¿Qué hacer?

Hasta hace unas cuantas semanas, los jóvenes estudiantes tenían, si bien difusas y cambiantes, expectativas y planes; conseguir un empleo, emprender algo propio, hacer un posgrado o simplemente disfrutar de las ventajas de la edad. Ahora, esos objetivos tendrán que esperar y la sensación de incertidumbre y miedo por su futuro –más aún si se carece de una red social o familiar de soporte emocional– tal vez sea inevitable. Es urgente, por tanto, encontrar la forma de ayudarles. En particular, las IES podrían montar un mecanismo efectivo para, primero, entender sus necesidades emocionales, diagnosticar la dimensión y la percepción del problema entre sus comunidades estudiantiles y docentes, y luego, recurriendo a verdaderos profesionales de la salud, a pruebas y evidencia científica, potenciar la enorme capacidad de adaptación y superación de los seres humanos ante situaciones absolutamente inéditas. Lo que no es opción es subestimar el trauma: esto es algo mucho más complejo.

Y, por otra parte, habrá que calcular el efecto de la crisis sobre las tasas de abandono y la empleabilidad de los egresados en dos sentidos. Uno, para diseñar nuevas modalidades de incorporación a la vida productiva entre las IES, fundaciones privadas y organizaciones empresariales, entre las cuales destaca el fomento del emprendimiento, los programas de empleo por proyecto, por horas o de medio tiempo, o las facilidades para el posgrado; el otro, en materia de inclusión social, para que la tendencia positiva en la educación superior que se observó en el sexenio pasado continúe mediante innovaciones exitosas en la capacidad instalada e infraestructura física y docente de algunas IES públicas, como las que ha introducido el IPN en 2018-19, que les ha permitido crecimientos adicionales del primer ingreso entre 7 y 11 por ciento. Las IES privadas, por su lado, si quieren mitigar el impacto económico en la caída de la matrícula, deberán hacer al mismo tiempo reingenierías similares y ajustar costos y márgenes, identificando la relación más competitiva posible entre precios y calidad.

Desde luego que la agenda educativa postpandemia es larga, compleja e incierta, pero habrá que abordarla una vez superada la emergencia. Por ahora, como dijo un antiguo director de los servicios de salud mental y del sistema de hospitales de la ciudad de Nueva York, lo urgente es recuperar "los sentimientos de seguridad, de esperanza y de control sobre la propia vida; una vez que ordenamos los recuerdos, los explicamos e incorporamos al resto de nuestra existencia, sólo queda reconectarnos con el entorno y volver a participar con confianza en la construcción del futuro".

COLUMNAS ANTERIORES

¿Cabeza de ratón o cola de león?
Trump, Biden y México

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.