Las nuevas bravatas de Donald Trump sobre “romper” el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) y reemplazarlo con acuerdos bilaterales suenan a déjà vu.
Ya lo hizo en su mandato anterior y ahora busca recurrir a la estrategia de “divide y vencerás” para desbaratar la frágil alianza que México y Canadá han pactado para defender el tratado comercial.
Pero detrás del ruido y los insultos, la realidad es más tozuda que los discursos. El T-MEC es ley en los tres países y su arquitectura fue diseñada precisamente para resistir los caprichos de cualquier presidente con aspiraciones imperiales.
Trump puede prometer muros o “revisiones totales”, pero ni siquiera el proteccionismo más rancio puede ignorar que el T-MEC es el esqueleto económico que sostiene a América del Norte.
La presidenta Claudia Sheinbaum respondió con prudencia y serenidad —virtudes que contrastan con el estilo del magnate— al recordar que cualquier modificación implicaría un proceso largo, complejo y, sobre todo, multilateral.
Y tiene razón, pues en la práctica el T-MEC ya opera como una serie de microacuerdos bilaterales en distintas capas. México y EU negocian temas energéticos, migratorios y laborales a su manera, mientras Canadá hace lo propio desde su trinchera.
El fondo del asunto no es diplomático, sino estructural. México y Estados Unidos están tan económicamente entrelazados que cualquier intento de “divorcio comercial” sería un acto de mutilación bilateral.
Washington podrá gritar “America First”, pero la manufactura mexicana es el oxígeno que mantiene competitiva a la economía estadounidense frente a China.
Romper el T-MEC no es una opción real. Los economistas lo saben, los empresarios lo saben, y hasta los asesores de Trump lo saben. Si el tratado se viniera abajo, las primeras víctimas serían los trabajadores estadounidenses del cinturón industrial, cuyas plantas dependen de la integración con México.
Las segundas, las empresas norteamericanas que gozan de mano de obra calificada y costos bajos sin necesidad de enviar producción a Asia.
En otras palabras, el T-MEC no es un matrimonio por amor, sino por conveniencia. Nadie se levanta enamorado del libre comercio, pero todos saben que romperlo sería económicamente suicida.
Y aunque el magnate de Mar-a-Lago prometa una “renegociación total”, la realidad es que el tratado no depende de la voluntad de un solo hombre, sino de una compleja red de intereses entrelazados.
Y mientras el comercio fluya, ni Trump ni nadie podrá levantar un muro capaz de separar a la economía compartida más poderosa del mundo, pues México es un mal necesario para EU y viceversa, para su economía y el comercio.
Sin embargo, México ofrece ventajas competitivas y estratégicas que ningún otro país, ni siquiera Canadá, le puede dar a Estados Unidos.
Sotto Voce
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