El incendio provocado por la explosión de una pipa de gas en el puente de La Concordia, que dejó al menos ocho muertos y 94 heridos, no es un accidente aislado. Es la consecuencia directa de la laxitud con la que las autoridades federales y locales permiten que las leyes y los reglamentos sean letra muerta y nadie las obedezca.
Una y otra vez las autoridades repiten que el exceso de velocidad fue “la hipótesis más fuerte” detrás de cualquier trágico accidente que involucre a microbuses y transportistas, pero lo que nadie quiere decir con claridad es que, en la Ciudad de México, los camiones que transportan materiales peligrosos circulan a cualquier hora del día, a pesar de que existen horarios específicos para evitar riesgos como la tragedia ocurrida esta semana.
El Reglamento de Tránsito es claro: vehículos con carga de alto riesgo, como más de 49 mil litros de gas LP, como los que llevaba la pipa siniestrada, deben tener horarios restringidos y cumplir normas estrictas de circulación. Pero basta con salir a la calle para comprobar que esas reglas se violan sistemáticamente. Gaseras, pipas de combustible y tráileres de gran tonelaje transitan a plena luz del día, a altas velocidades, atravesando avenidas y colonias sin que nadie los detenga. El resultado ya lo hemos visto: ráfagas de fuego de hasta 30 metros, una veintena de autos calcinados, vidas perdidas y decenas de familias destrozadas.
No se trata solamente del conductor —hoy en estado crítico y bajo custodia—, ni de la empresa transportista que ya está enredada en contradicciones sobre sus pólizas de seguro. El problema es estructural: hay un Estado ausente en la vigilancia de los permisos y en el cumplimiento de la ley.
La ASEA asegura que la empresa no tenía coberturas vigentes; la empresa jura que sí. Entre ese cruce de versiones, lo único que queda claro es que alguien no hizo su trabajo. Y cuando se trata de gas, la omisión no es un detalle administrativo: es una sentencia de muerte.
Aquí cabe preguntarse: ¿qué tipo de controles de seguridad existen para los operadores de tráileres que transportan materiales peligrosos? ¿Quién los aplica? ¿Cómo se verifica que cuentan con la capacitación adecuada para conducir vehículos que, de fallar, pueden convertirse en bombas rodantes? La falta de respuestas a estas preguntas revela otra omisión grave: no basta con regular a las empresas transportistas, también es urgente auditar la preparación y certificación de los choferes que tienen en sus manos la seguridad de miles de personas.
La jefa de Gobierno, Clara Brugada, promete justicia y acompañamiento para las víctimas. La presidenta Claudia Sheinbaum habla de revisar la regulación del transporte de materiales peligrosos. Pero esas frases llegan tarde. El mismo discurso de “vamos a revisar”, “vamos a regularizar” y “vamos a garantizar” lo escuchamos hace diez años, cuando la fuga de otra pipa de gas explotó en el Hospital Materno de Cuajimalpa, matando a siete personas, entre ellas tres bebés. ¿De qué sirvió aquel dolor si hoy seguimos con el mismo guion?
Lo más indignante es que, mientras se improvisan comunicados y se reparten culpas, las pipas siguen circulando a toda hora. La tragedia de Iztapalapa debería ser el último recordatorio de que no se puede jugar con la vida de millones de capitalinos. El cumplimiento estricto de los horarios, la supervisión real de las unidades y sanciones ejemplares a empresas reincidentes no son opcionales, sino medidas de supervivencia.
Porque aquí no hablamos de accidentes inevitables. Hablamos de negligencia. Y la negligencia, en este caso, mata.
SOTTO VOCE
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