Antes del Fin

La advertencia que no entra al Palacio

México está entrando en esa zona peligrosa donde la narrativa compite con la experiencia cotidiana y, al hacerlo, erosiona la credibilidad de las instituciones encargadas de sostener el orden democrático.

Hay una constante en todas las narrativas del poder: cuando un líder deja de tener un punto de referencia externo, deja también de ver la realidad.

En física ocurre lo mismo: sin un objeto fijo, el movimiento desaparece; sin contraste, no hay percepción posible. El mundo no se revela por sí solo: alguien debe interpretarlo.

En la historia de Egipto, el faraón no ignoraba las plagas por maldad; las ignoraba porque su universo se redujo a lo que sus intérpretes le permitían ver.

El desastre avanzaba, pero él seguía convencido de que su reino era estable. La realidad solo lo alcanzó cuando tocó su propia casa. Ahí, sin mediadores, comprendió lo que antes no podía percibir. México atraviesa un momento parecido.

Durante semanas, miles de personas se han manifestado en decenas de ciudades: familias, estudiantes, comerciantes, agricultores, adultos mayores. No se manifiestan por cálculo electoral ni por simpatía a partido alguno: marcharon porque el país duele.

Porque un alcalde puede ser asesinado en un espacio público; porque la violencia circula con una normalidad que ya no sorprende; porque la distancia entre las cifras oficiales y la experiencia cotidiana se ensancha. Y sin embargo, el poder no lo leyó así.

El gobierno federal interpretó la movilización como operación de la oposición. Redujo la advertencia a maniobra política y la preocupación social a narrativa adversaria. Incluso el símbolo que nació tras el asesinato del alcalde Carlos Manzo —un tigre que representaba hartazgo, límite y advertencia— fue apropiado para celebrar un aniversario gubernamental.

El dolor convertido en estandarte; la advertencia convertida en victoria. Eso no es estrategia. Eso es perder la referencia.

Los datos tampoco ayudan a sostener la narrativa triunfalista. Según la ENSU más reciente, 63% de los mexicanos se siente inseguro en su ciudad, pese a que las cifras de homicidio muestran una tendencia a la baja.

La discrepancia no es ignorancia: es experiencia. Es percepción anclada en hechos concretos. Es un país donde el discurso corre por un carril y la vida real por otro.

Pero cuando un liderazgo deja de observar el país y empieza a observar solo la imagen que tiene del país, sucede lo mismo que en Egipto: la realidad deja de entrar.

Y cuando la realidad no entra, tampoco entra la advertencia, ni el límite, ni el malestar, ni la señal de que algo esencial se fracturó.

El faraón contemporáneo no es una persona específica; es un tipo de poder. Es el poder que se rodea de intérpretes que solo confirman lo que él ya cree. Es el poder que traduce el descontento como ataque, la crítica como traición, la marcha como conspiración. Es el poder que confunde apoyo con aclamación, legitimidad con multitud, estabilidad con aplauso.

El riesgo de México rumbo a 2027 no es la polarización. Es que, como en el antiguo Egipto, el país esté enviando señales que el poder ya no puede ver, no porque no existan, sino porque el marco perceptivo se cerró.

La pregunta es simple y brutal: ¿qué tendrá que tocar la puerta del poder para que la realidad vuelva a entrar? ¿Una cifra que no se pueda minimizar? ¿Un hecho que no admita reinterpretación? ¿O un quiebre que llegue demasiado tarde?

Porque cuando un líder pierde la referencia externa, pierde también la capacidad de corregir. Y cuando un país deja de ser advertencia, empieza a ser consecuencia.

La verdadera fragilidad del poder no está en sus enemigos, sino en su capacidad menguante para percibir el mundo tal cual es. Ningún liderazgo cae por un golpe externo; cae por la distancia creciente entre lo que la realidad exige y lo que el líder está dispuesto a ver.

México está entrando en esa zona peligrosa donde la narrativa compite con la experiencia cotidiana y, al hacerlo, erosiona la credibilidad de las instituciones encargadas de sostener el orden democrático.

Antes del fin

Un país no avanza cuando la gente deja de marchar; avanza cuando los líderes son capaces de leer por qué marchan. La disonancia entre la vida diaria y el discurso no se resuelve con más narrativa, sino con más realidad. Y la realidad, tarde o temprano, se impone.

La pregunta no es quién tiene la razón ni quién llena más plazas. La pregunta es quién es capaz de volver a mirar con un punto de referencia que no sea su propia voz.

Quien pueda hacerlo tendrá futuro. Quien no, quedará atrapado —como tantos faraones antes— en la comodidad engañosa de los espejos que él mismo ordenó construir.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

COLUMNAS ANTERIORES

El talento que apagamos nos cuesta más que el que pagamos
No, diputada: las ciudades no reciben de la Federación. La Federación se sostiene de ellas

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.