Antes del Fin

Antes de que nos olviden

El exilio y la migración son condiciones hermanas. Lo que las diferencia no es la distancia, sino la memoria. La patria que nombra mantiene unida a su comunidad; la que calla condena al destierro.

El exilio ha sido, en todas las épocas, el castigo más temido. En la Grecia clásica, significaba arrancar a alguien de la polis y, con ello, de la memoria. No era solo destierro físico, sino condena al olvido: dejar de ser parte de la comunidad. La política mexicana también conoció ese castigo. Porfirio Díaz, tras gobernar por más de tres décadas, murió en París, sin volver jamás a la tierra que ya no lo reclamaba como suya. El exilio, en su núcleo, es la sanción más definitiva: el borrado de la memoria.

Esa línea entre ser recordado o ser silenciado sigue vigente para millones de migrantes mexicanos. Lo que los distingue del exilio no es la distancia ni el cruce de una frontera, sino la memoria que su país guarde de ellos. Un país que nombra a los suyos los mantiene dentro; un país que calla los expulsa simbólicamente.

El poder de nombrar

Durante décadas, la diáspora fue reducida a cifras: remesas récord, estadísticas, agradecimientos de ocasión. Estaban en los números, pero no en la narrativa. Ese vacío se rompió cuando en el Grito de Independencia se pronunció: “¡Vivan las hermanas y los hermanos migrantes!”. López Obrador lo hizo primero; Claudia Sheinbaum lo continuó. Un gesto mínimo se volvió parte de la ceremonia más importante del país. Y lo que siguió fue revelador: lo que circula en redes no son actos organizados en el extranjero, sino esos segundos en que México, desde adentro, nombra a los migrantes.

Lo entendieron los griegos con Circe: aunque Helios se presentara alguna vez ante ella, mientras no la nombrara en su casa, seguía siendo exiliada. Ver sin nombrar es otra forma de olvido.

Consecuencias políticas

El efecto es medible. En 2018, López Obrador obtuvo más del 68% del voto emitido en el extranjero. En 2024, Sheinbaum alcanzó el 44%. Pueden parecer cifras menores en comparación con los millones que votan dentro del país, pero marcan tendencia: la simpatía migrante se inclina hacia quienes los incluyen en la narrativa nacional.

El dato decisivo es otro: más de 4.4 millones de hogares en México dependen de remesas, uno de cada nueve. Cada envío trae consigo más que dinero: lleva consejo, legitimidad, orientación política. El migrante es proveedor, pero también referente moral. Su voz incide en la familia, y la familia multiplica esa orientación en las urnas. Un voto en el extranjero puede transformarse en diez al interior.

La narrativa que los reconoce no es ornamento: es una estrategia política que refuerza legitimidad y confianza.

La herida y la satura

Más allá de los números, lo que explica la viralidad de esos segundos es la condición humana. Migrar significa vivir en tensión: dobles jornadas, precariedad laboral, crianza a distancia, nostalgia de las calles que quedaron atrás. Pero la herida más profunda no es económica ni cultural, sino existencial: el miedo a ser olvidado.

Nombrar, entonces, es un acto de reparación. Escuchar que México los reconoce desde el corazón de su ritual patrio no es retórica, es restitución de dignidad. Borges lo escribió con crudeza: “El exilio no es irse de un país, es quedarse sin él”. Esa es la frontera que separa al migrante del exiliado: que su país lo recuerde.

Aquí es donde la música ilumina. La canción de Caifanes, nacida en memoria de Tlatelolco, dice: “Antes de que nos olviden, haremos historia”. La frase refleja lo mismo: el olvido empieza cuando se deja de mencionar. Y el acto de recordar —de nombrar— es resistencia.

No es el balcón, es la voz

No hace falta que sea el balcón del Palacio Nacional. Cualquier lugar en donde habite el poder tiene esa capacidad de reconocimiento. Lo que importa no es la arquitectura, sino la legitimidad de la voz pública. Mientras exista esa voz, cada autoridad tiene la oportunidad de mantener viva la memoria de quienes están lejos.

Ese gesto es más fértil que cualquier estructura partidista transnacional. Porque lo que los migrantes esperan no es organización externa, sino reconocimiento interno. La narrativa en nuestro territorio pesa más que cualquier logística.

Antes del fin

El exilio y la migración son condiciones hermanas. Lo que las diferencia no es la distancia, sino la memoria. La patria que nombra mantiene unida a su comunidad; la que calla condena al destierro.

Antes de que nos olviden, conviene recordarlo: la política más poderosa no es levantar muros ni multiplicar estructuras externas, sino mantener viva la memoria interna. Nombrar, una y otra vez, a quienes sostienen a México desde lejos. Porque pertenecer no es estar: es ser parte de la memoria nacional.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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