El Congreso mexicano ha vuelto a ofrecer un espectáculo lamentable. Alejandro Alito Moreno y Gerardo Fernández Noroña se enfrascaron en una pelea verbal que pareció más propia de un cuadrilátero que del recinto legislativo. No hubo debate de ideas ni propuestas de solución. Solo gritos.
Lo más preocupante es que ya no sorprende. La política mexicana se ha convertido en un berrinche constante, y hemos aprendido a normalizarlo.
Las cifras lo confirman: solo tres de cada diez mexicanos confían en los partidos. Más del 80% considera que la corrupción es la norma. En 2024 se registraron más de 33 mil homicidios. México ocupa el lugar 116 de 142 en el Índice de Estado de Derecho. Ante esta realidad, los gritos en tribuna parecen un juego de niños. Pero no lo son. Al normalizarlos, convertimos el berrinche en política de Estado.
¿Por qué lo aceptamos? Porque vivimos rodeados de violencia. Con decenas de homicidios diarios, desapariciones que marcan a miles de familias y un sistema de justicia colapsado, los insultos entre políticos parecen inocuos. Esa anestesia social es lo que sostiene el espectáculo.
Y el sistema político lo recompensa. Desde la introducción de la reelección consecutiva en 2014, los legisladores viven en campaña permanente. En ese contexto, lo que importa es la visibilidad. ¿Qué genera más atención: un dictamen aprobado o un insulto viral en TikTok? La respuesta es obvia. El Digital News Report del Reuters Institute señala que millones de mexicanos consumen política en videos de segundos. En ese ecosistema, el escándalo es más rentable que el argumento.
La política nacional oscila entre la apatía y el espectáculo. En la apatía, nadie escucha; en el espectáculo, todos aplauden, aunque nada cambie. Ese vaivén vacía de contenido a la democracia.
Este no es un fenómeno exclusivo de México. Donald Trump gobernó a golpe de tuit, generando incertidumbre global. Nayib Bukele convierte la cárcel en propaganda política, mientras que Javier Milei transforma su furia en programa de gobierno. El berrinche tiene consecuencias: erosiona instituciones, afecta economías y vulnera derechos.
En México, mientras los políticos luchan por dominar la conversación digital, los verdaderos problemas —la violencia, la escasez de agua, la desigualdad— permanecen sin respuesta. Cada enfrentamiento en el Congreso erosiona un poco más la confianza ciudadana en la política como herramienta de solución.
El berrinche funciona como cortina de humo: desvía la atención de lo urgente hacia lo irrelevante. Y una ciudadanía cansada, resignada, lo permite porque ha dejado de creer en el cambio. Pero esa resignación es peligrosa: convierte el berrinche en un método permanente de gobierno.
Platón lo advirtió hace más de dos mil años: cuando el ruido sustituye a la razón, gobiernan los impulsos más bajos. Eso es lo que presenciamos hoy. No un Congreso deliberante, sino un espectáculo degradante donde el grito reemplaza al argumento.
Y mientras ellos pelean, los problemas persisten: la violencia, el agua, la desigualdad. Nada de eso se resuelve con insultos.
El verdadero peligro no radica en que los políticos se insulten. Está en que lo aceptemos, que dejemos de exigir algo mejor. Si lo hacemos, condenamos al país a oscilar eternamente entre la rabieta y la indiferencia. Y terminaremos gobernados no por líderes, sino por malcriados.
Antes del fin
Roma no cayó por la fuerza de sus enemigos, sino por la corrupción y el espectáculo. México corre hoy el mismo riesgo: transformar el circo en costumbre y la rabieta en método de Estado. Lo más peligroso no es el grito en la tribuna, sino el silencio ciudadano que lo permite. Cuando la política se reduce a espectáculo y la sociedad deja de exigir, la democracia se convierte en fachada.
A los políticos que hoy se sienten protagonistas les convendría recordar que la historia no premia a los más ruidosos, sino a los que resuelven. Un insulto viral dura segundos. Un legado, décadas. Y hasta ahora, lo único que están construyendo es el guion de una tragicomedia nacional.
