Antes del Fin

Black Wall

Los migrantes ya cruzan ríos, desiertos y alambradas; ya enfrentan patrullas, extorsiones y mafias. Lo harán ahora con guantes más resistentes o por rutas más mortales. El muro negro no resuelve: desplaza.

En la frontera con Estados Unidos, el muro volverá a cambiar de rostro. No será más alto ni más largo, pero sí más oscuro. La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, anunció que todo el muro será pintado de negro. La explicación es directa: bajo el sol, el acero ennegrecido se calentará aún más, y eso lo hará más difícil de escalar. La pintura, dijo, también reducirá la corrosión. Una muralla ardiente como estrategia de seguridad.

La decisión se inserta en un plan de 46.5 mil millones de dólares para reforzar la frontera: terminar tramos inconclusos, instalar sensores y cámaras, añadir personal. Pero el detalle que captó la atención fue la pintura. A un costo de alrededor de 1.2 millones de dólares por milla, la operación puede superar fácilmente los cientos de millones. Una inversión enorme para que el acero absorba calor.

No es una ocurrencia improvisada. En 2020, Donald Trump ya había defendido la idea: pintar el muro de negro lo haría, según él, más intimidante y más difícil de trepar. Entonces se calculaba que el gasto rondaría entre 500 millones y 3 mil millones de dólares, dependiendo del tipo de recubrimiento. El proyecto se detuvo por caro e incierto. Hoy, con Trump de regreso en la Casa Blanca, se reactiva con la misma convicción: el calor como disuasivo.

La frontera estadounidense siempre ha sido laboratorio de símbolos. Desde la Secure Fence Act de 2006, que multiplicó los kilómetros de valla, hasta el fallido SBInet, que prometía un “muro virtual” con sensores y radares, cada intento revela la misma tensión: seguridad convertida en espectáculo político. El muro, más que barrera, es narrativa. Ahora, ennegrecido, busca proyectar dureza y control.

Pero la pregunta de fondo no es si la pintura funcionará, sino qué significa. ¿Acaso un muro más caliente disuadirá a quien huye de la violencia, de la pobreza extrema o de la persecución? Los migrantes ya cruzan ríos, desiertos y alambradas; ya enfrentan patrullas, extorsiones y mafias. Lo harán ahora con guantes más resistentes o por rutas más mortales. El muro negro no resuelve: desplaza.

Las críticas son inevitables: se trata de un gasto desproporcionado frente a un beneficio incierto, de una estrategia que inflige dolor de manera indirecta y de un recurso que, lejos de detener la movilidad, la empuja hacia caminos más riesgosos. Cada nueva capa de acero no disminuye la migración, la encarece y la vuelve más letal.

Lo que está en juego no es un color, es una visión. Pintar el muro de negro revela la decisión de seguir atrapados en la lógica del cerco: invertir miles de millones en ennegrecer el acero en lugar de invertir en cooperación regional, en vías legales y ordenadas, en atender las causas que obligan a la gente a marcharse. Es un gesto hostil disfrazado de técnica.

El negro no es casual. Es el color de lo impenetrable, de lo definitivo. Aplicado al muro, funciona como manifiesto político: la frontera no es concebida como espacio de tránsito ni de encuentro, sino como un territorio vedado. Una muralla incandescente que busca transmitir fortaleza, cuando en realidad expone debilidad.

En el fondo, el “black wall” no es innovación ni estrategia. Es un símbolo que confirma la inercia: la persistencia de un enfoque que reduce un fenómeno humano complejo al grosor de una lámina de acero. El sol lo calentará, sí, pero lo que se consume no es la piel de quien intente treparlo, sino la oportunidad de pensar una política migratoria a la altura de su tiempo.

Antes del fin

Pienso en La caverna de Saramago, donde los muros no protegen: reducen el horizonte hasta que las personas olvidan que existe un afuera. El “black wall” parece construido desde la misma lógica: una frontera ennegrecida que, en vez de abrir perspectivas, encoge la imaginación política. El calor del acero busca alejar cuerpos, pero lo que en realidad revela es un encierro mental. Al final, todo muro es también interior: refleja miedos, obsesiones y límites de quienes lo levantan. Y como en la obra de Saramago, lo que se pierde no es solo el tránsito de quienes quedan afuera, sino la posibilidad de quienes están adentro de reconocerse en el otro. Pintar de negro un muro no oscurece el paso de los migrantes; oscurece la capacidad de un país de mirar hacia adelante.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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