“Soy producto de la resiliencia”, afirma Ricardo Castro, con la contundencia de una verdad labrada a pulso. Castro, uno de los más exitosos estilistas mexicanos, empresario también, narra su vida no como una historia de logros sencillos, sino como una lucha sin descanso contra los límites que se autoimpuso y los impuestos por el entorno.
La diferencia, cuando se acepta, es un potente motor para el éxito, reflexiona. Desde muy joven, Ricardo Castro se reconoció distinto. Trató de sofocar el despertar de su sexualidad porque sabía que sería percibido como “algo que está mal visto, que escuchas a tu alrededor que es malo”. Y creció con miedo. A esto se sumó una limitación física: la dermatitis atópica severa, que le impedía estar en el sol, correr, jugar, nadar como el resto de los niños. “Estaba constantemente limitado, siempre bajo una sombrilla”. Estas circunstancias, combinadas con la separación de sus padres, agravaron su sensación de no encajar.
Sin embargo, Ricardo Castro encontró un ancla, la espiritualidad. “Lo deposité todo en algo más, y la fe me permitió seguir adelante”.
En la preparatoria dejó los estudios. “La sociedad dicta que sin un título es imposible ser alguien en la vida, pero decidí desafiar eso. Quizás me iba a costar más trabajo, pero me convencí de que sí se puede”. Su primer trabajo formal fue en una pequeña cafetería en la calle de Veracruz, en la Condesa. En este entorno bohemio, a los 19 años, inició su vida adulta. La Condesa lo expuso a una clientela de pintores, escritores, cineastas y productores, y le despertó una inquietud creativa que lo llevó a buscar cursos en el Instituto Mexicano de la Juventud.
Alrededor de los 21 años, Ricardo sintió la urgencia de salir del clóset. Su manera de expresarse era ya visible; usaba ropa que difuminaba las líneas de género. Pero faltaba la declaración. Entonces se le metió la idea de ser peluquero, una profesión que intuía le daría la libertad que buscaba. El camino no fue fácil. Tras ser rechazado de Sociología en la UAM Azcapotzalco, se inscribió a una escuela de peluquería accesible cerca del metro San Cosme. Y su vida se transformó. Sorpresivamente, descubrió un talento innato. Técnicas como la “gradual” y la creación de bocetos se le facilitaban como si ya las supiera de antemano. Esta habilidad natural lo llevó a la Confederación de Estilistas en la calle de Madero, donde conoció a Rubén Luna, su mentor, un estilista de primera clase.
Su primer trabajo formal en un salón, Paprika, parecía ser el inicio prometedor de su carrera. Fue aprendiendo y tomando cursos de fin de semana con marcas reconocidas de belleza. Gracias al gremio de las dueñas (artistas, músicos y creadores de festivales), Ricardo ganó una valiosa experiencia y una base de clientes leales, hasta que ese crecimiento se convirtió en un problema. “Me dicen que estaba tomando demasiado protagonismo porque la gente me buscaba a mí, no buscaba a la dueña, y eso no gustó.”
Una visa para Estados Unidos le abrió una nueva posibilidad. Y sus clientas, al no encontrarlo en el salón, empezaron a buscarlo por redes sociales. Castro tomó una decisión audaz: trabajar a domicilio. En pocos meses, un solo día de servicio a domicilio le generaba lo que antes ganaba en una semana.
Castro voló a Salt Lake City, Utah, donde tenía una prima. Allá se anunció en un grupo de latinos. Aunque inicialmente se rehusó a trabajar en un salón por su estatus migratorio, la insistencia de una dueña mexicana lo convenció. Su estancia en Estados Unidos fue un periodo formativo. Entraba y salía de ese país cada tres meses por distintas ciudades (Miami, Los Ángeles, Las Vegas) para no levantar sospechas. Inesperadamente, “eso me sirvió para que me pudiera vender en México mucho mejor.”
Regresó a México con un estatus de peluquero profesional que había estudiado en Estados Unidos y consiguió trabajo en otro salón que buscaba precisamente su perfil. Ahí, el auge de las redes sociales impulsó más su carrera. En ese tiempo, conoció a la directora de orquesta Alondra de la Parra, quien lo invitó a unirse a su gira del Bicentenario.
A su regreso, tuvo que volver a empezar. De cero. Ricardo Castro rentó una silla en un spa, pero pronto la ambición por el control total de su entorno se hizo evidente. Rentó un departamento en Villahermosa, en la Condesa. Vivía en un cuarto y atendía a sus clientas en otro. Este espacio floreció, y en dos años, el departamento le quedó chico. Rentó el piso de arriba, y su crecimiento lo llevó a trabajar con editoriales de alto perfil, como InStyle (con quien colaboró por tres años) y Quién. Finalmente, abrió su propio salón.
Su trabajo le trajo una cartera de clientes célebres como Alondra de la Parra, Natalia Lafourcade y Maya Zapata. Sin embargo, detrás del brillo del éxito, se encontró con una nueva crisis. “El éxito viene acompañado de muchas cosas. Para mí fue un trancazo de realidad… y vino la ansiedad, el miedo y la depresión.”
Ahora, el enfoque de Ricardo Castro ha cambiado. Está en un proceso de “búsqueda de la felicidad a través de cosas que no tengan que ver con el dinero, que no tengan que ver ni con lo que hago”. Está buscando cómo seguir vigente y creativo, pero, sobre todo, cómo generar ingresos sin ser él mismo “la materia prima”. Quiere desarrollar productos, incursionar en el ámbito de las artes como galerista y continuar transformándose.
El nombre de su proyecto personal, Rick Sou, resume esta nueva etapa: un espacio del alma para la persona que evoluciona. Ricardo Castro, el hombre que fue limitado por el miedo y la piel, sigue demostrando que la verdadera resiliencia es saber cuándo la tijera debe cortar el pasado y cuándo debe moldear un futuro completamente nuevo.