Costo de oportunidad

Imponer impuestos

Los impuestos no necesariamente se imponen. Habitantes de países desarrollados los pagan con gusto porque los servicios públicos son buenos.

Su economista-columnista favorito (un servidor, cómo creen que Quintana, Macario o Santoscoy) dejó vencer su e-firma y no pudo emitir una factura para cobrar una lanita. Tuve que hacer un trámite digital (saturado, pero adecuado), y tengo que esperar unos días antes de que la autoridad valide un video y mis documentos para que me renueve la e-firma. De haber renovado antes del vencimiento, no hubiera tenido este problema. Ni modo. Los impuestos son la obligación a la que más tenemos que ponerle cuidado.

Mi drama personal no es nada comparado con el de millones de trabajadores mexicanos. Sus patrones, por órdenes del Servicio de Administración Tributaria (SAT), les pidieron la constancia de situación fiscal. Como la mayoría de los asalariados formales no lidian con la situación fiscal de manera directa, no tienen habilitados canales digitales de comunicación con la autoridad exactora (o bien, digamos, extractora). Esto ha saturado las oficinas del SAT con gente pidiendo un papel a la autoridad, para dárselo al patrón, para darlo de vuelta a la autoridad. De locos.

A veces las burocracias no tienen conciencia de los costos que sus decisiones tienen para la economía. Una amiga tuitstar comentaba ayer en esa red privada curiosidades dignas de Dr. Strange sobre el servicio de facturación 4.0 (si lo cité mal, perdóneme; mi burocrañol está oxidado). Resulta que para sustituir un comprobante cancelado con otro, en el comprobante pasado hay que hacer referencia al comprobante futuro que sustituirá al que se cancela. Obviamente, el portal del SAT no cuenta con la tecnología para abrir un portal al multiverso y preguntar al yo futuro, empresa futura, qué comprobante va a usar.

Dicho todo esto, la verdad es que el SAT funciona mil veces mejor hoy que hace 20 o 30 años. El logro yo se lo adjudicaría al gobierno anterior, pero hay que reconocerle a los de hoy que no destruyeron los sistemas existentes.

Todo ello me orilla a una reflexión sobre la imposición de pagar impuestos. Los impuestos no necesariamente se imponen. He sabido de habitantes de países desarrollados que pagan los impuestos con gusto porque los servicios públicos son buenos. Claro, siempre habrá inconformes. Si mi gobierno ofrece escuelas públicas de alta calidad, y yo no tengo hijos, ese impuesto no me parecerá justo.

Un amigo me compartió un dato histórico interesante. Harald II de Dinamarca tenía un impuesto al comercio marítimo. Los barcos debían pagar un porcentaje del valor autodeclarado de la carga. Sin embargo, la corona se reservaba el derecho a comprar el 100 por ciento de la carga al precio autodeclarado, como incentivo para que los marinos mercantes declararan con verdad.

En estos tiempos, gravar el comercio no es una idea útil. Sin embargo, podríamos gravar más el consumo que el ingreso como incentivo para que la gente produzca más y consuma menos. Estas propuestas fiscales en México no han pasado, bajo el argumento falaz de que los impuestos al consumo son regresivos. Necesitamos, como complemento, un sistema no electorero de gasto e inversión pública que ayude a la gente.

El Estado puede redistribuir, y eso no afecta al crecimiento económico. Lo que no debe hacer el Estado es destruir el ánimo emprendedor, constructor, inversionista, trabajador y organizador de producción de las empresas y las personas. En la medida en que agradezcamos vivir en un país con buenos bienes y servicios públicos, seguridad pública, y respeto a la vida de pobres y ricos por igual, pensaremos menos en los impuestos como una imposición.

Corolario a este escrito: los ricos en promedio sí pagan impuestos. Hay personas y empresas que evaden, eluden, difieren y doblan las reglas fiscales, pero eso ocurre en todos los deciles de ingreso. A la empresa o persona informal de bajo ingreso le preocupa menos que al rico, porque la probabilidad de detección y sanción es mucho menor.

Podemos criticarle muchas cosas a los grupos de poder económico en acceso a mercados y competencia, pero no debemos condenarlos por sus costumbres fiscales. Las consignas de “los ricos no pagan impuestos” abonan solamente a la división entre mexicanos, construida alrededor de ficciones, como que todo el IVA lo pagamos los consumidores o que el ISR asalariado es un impuesto al trabajo. Los mexicanos debemos unirnos en torno a una idea: que el Estado nos otorgue mejores bienes y servicios públicos a cambio de lo que pagamos, que seamos ricos o pobres, formales o informales, no es poco.

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