Agustín Carstens, gerente general del Banco Internacional de Pagos (BIS), publicó una editorial el 12 de octubre pasado, vía Project Syndicate, donde alerta acerca de la onda expansiva de la crisis económica producida por la pandemia, y que aquí hemos comentado en diversas ocasiones.
La primera parte del impacto, que vivimos entre abril y junio, consistió en el cierre casi absoluto de economías completas. Para impedir un golpe demasiado fuerte, los gobiernos proveyeron planes de contención, esencialmente concentrados en apoyar empresas con posposición o condonación de impuestos y cuotas de seguridad social, algún recurso para gastos fijos, y transferencias directas a los trabajadores. A partir de julio, la reactivación permitió reducir esos planes, y empezar a aplicar un segundo grupo, orientado precisamente a impulsar la economía, ya más enfocado a las transferencias a las personas y menos a las empresas.
Sin embargo, la reducción casi absoluta en ventas durante tres meses, y la recuperación de apenas la mitad en los siguientes tres, implica que muchas empresas han agotado sus reservas, y van a tener problemas para cubrir obligaciones: impuestos pospuestos, deudas, cuentas por pagar. Carstens afirma que el BIS estima un incremento de 20 por ciento en quiebras de empresas para inicios de 2021, en comparación con 2019. Para evitar que eso se convierta en una crisis financiera, dice que es necesario tener otro tipo de programas de apoyo, que enfrentarán un dilema: ¿cómo apoyar a las empresas viables sin mantener vivas a las que no tienen ya futuro?
Este dilema es consustancial al mercado. Recuerde usted que Joseph Schumpeter definía al proceso económico como la destrucción creativa. La innovación, que tanto nos da, trae consigo la destrucción de las formas anteriores de producción. Cada avance tecnológico u organizacional que nos permite producir más a menor costo implica el cierre de las empresas que no puedan asimilarlo, y de los empleos en ellas. Impedir el cierre de esas empresas, o defender a muerte esos empleos, significa detener la economía, dañando con ello a toda la población, porque todos somos consumidores.
Este fenómeno es difícil de entender para muchos, y por ello no aceptan que se tengan reglas más flexibles para el cierre de empresas y el despido de trabajadores. Creen que estarían peor, aunque bastaría revisar la evidencia de los últimos dos siglos para convencerse de lo contrario. Buena parte del rezago latinoamericano tiene este origen.
Regresando al momento actual, lo que viene es la onda expansiva a la que nos referimos desde hace tiempo. Un gran número de empresas llegó a octubre arañando sus cuentas, y ahora tienen enfrente el rebrote de contagios en Europa, y el repunte en América, que posiblemente lleven a un nuevo confinamiento. Aunque no fuese igual al de abril, sí es seguro que parte del rebote económico registrado en el tercer trimestre se perderá en el cuarto. A partir de 2021, por otra parte, hay que esperar un consumo muy diferente al que conocíamos hasta 2019.
Esto implica un doble reto, como dice Carstens: ayudar a las empresas que tienen futuro a sobrevivir, y ayudar a las que no lo tienen a reconocerlo y a reacomodar sus recursos en sectores con mayores probabilidades de éxito. Mientras más rápido se liberen estos recursos, afirma, será mucho mejor.
Esto implica que los gobiernos destinen recursos a este tercer tipo de plan, que además requerirá capital humano de muy alto nivel en el área financiera. Estos planes deberían, piensa Carstens, promover inversión en infraestructura, industrias amigables con el ambiente y salud, e ir acompañados de un entorno legal y regulatorio favorable, incluyendo derechos de propiedad sólidos y un sistema financiero eficiente.
Esto es lo que hay que hacer. Se lo platico para que no vayan a decir después que "no se podía saber".