Durante siglos, reyes y emperadores no dieron ninguna explicación a su pueblo del destino de los impuestos. Su patrimonio personal se confundía con el patrimonio fiscal. El principio del fin del absolutismo y el inicio de la democracia moderna, lo situamos en 1215 con una carta que los nobles y los productores de Inglaterra obligan a firmar al rey Juan sin Tierra, donde lo limitan a decretar impuestos solo con su aprobación.
También en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino (1224-1274), uno de los grandes pensadores del cristianismo, afirma que si los impuestos no son aplicados al bien común se convierten en rapiña. Tomás de Aquino modifica el pensamiento cristiano anterior que considera justos todos los impuestos fijados por los reyes porque su poder venía de Dios. La justificación moderna de los impuestos está en su destino.
Cuando una autoridad no aplica los impuestos al bien común, los deslegitima. Dice Santo Tomás de Aquino:
“Si los príncipes exigen a los súbditos lo que conforme a justicia se les debe para conservar el bien común, no cometen rapiña, aunque empleen la violencia. Pero si indebidamente les arrancan algo por la fuerza, incurren en rapiña y también en latrocinio. Por eso exclama Agustín, en IV De civ. Dei: Sin la justicia, ¿qué son los reinados sino grandes pandillas de ladrones? ¿Y qué son las pandillas de bandidos sino pequeños reinados?...”
“Por consiguiente, están obligados a la restitución lo mismo que los ladrones; y pecan tanto más gravemente que los ladrones cuanto más peligrosos son sus actos y más quebrantan la justicia pública, de la que han sido constituidos guardianes.”
La democracia supone una división real de poderes, lo que implica un Congreso que supervisa, limita y aprueba el destino específico de los impuestos y leyes que castigan a quienes los desvían de su fin, que no debe ser otro que el bien de la sociedad. Las leyes que obligan a los ciudadanos a pagar impuestos se justifican moralmente si a la vez hay transparencia en su uso y sancionan a quienes los dilapidan, los desvían o se los roban.
La justificación de los impuestos es teleológica, en relación con su fin. Si no hay un fin legítimo, que es el bienestar social y no el de un funcionario, los impuestos se equiparan al robo y no hay una obligación ética de pagarlos. Queda solo el miedo a la represión por parte del Estado, como en los regímenes despóticos, absolutistas y dictatoriales.
Las políticas gubernamentales que castigan a quienes evaden o se atrasan en el pago de impuestos deben estar acompañadas, para tener una justificación social y moral, de transparencia, su aplicación al bien común y el castigo a todos los funcionarios que no dan cuenta de su destino e impunemente hacen ostentación de las riquezas obtenidas con los impuestos que se roban.