Las señales son inequívocas: Washington escala su pulso con Caracas y construye el clima político, ¿jurídico? y militar para una intervención armada que culmine con la deposición del gobierno de Nicolás Maduro con derramamiento de sangre y destrucción de infraestructura.
Ese guion no es nuevo en la historia del poder. El reparto geopolítico del mundo ha sido durante siglos un ejercicio de zonas de influencia. El precedente de Yugoslavia o la partición y reunificación alemana en el siglo XX recuerdan que el principio de soberanía es frágil cuando choca con intereses mayores, y que las “soluciones” impuestas desde afuera suelen ocasionar trauma social y cultural para los pueblos.
México conoce esa historia no por libros, sino por cicatrices. La Doctrina Estrada, que sostiene que México debe respetar la autodeterminación de otras naciones, fue formulada en 1930 y llevada a la Constitución en 1988. Esta doctrina no es un capricho retórico: es un mecanismo de defensa de un país que perdió territorio y que aprendió que los reconocimientos o desconocimientos de gobiernos ajenos pueden convertirse en palancas de intervención. Sostenerla no significa indiferencia ética sino una apuesta por reglas que protejan a los medianos y a los débiles. En un mundo donde el petróleo, el gas, el litio, el agua o las rutas comerciales se han convertido en bienes estratégicos, México tiene motivos para cuidar esta arquitectura normativa.
Visto así, la reacción de la presidenta Claudia Sheinbaum cobra sentido político e histórico: llama a la ONU a actuar para evitar un derramamiento de sangre y plantea la necesidad de que América Latina acuerde acciones para disuadir una salida militar en Venezuela. No es un gesto aislado, es una señal de continuidad doctrinal y un intento por abrir margen de maniobra en un escenario donde la región suele llegar tarde o dividida.
México está diciendo: no normalicemos la idea de que un cambio de régimen promovido desde Washington es una opción aceptable. Porque el tema de fondo no es solo Venezuela; es el precedente. Si se admite que la fuerza decida quién gobierna en Caracas, la puerta queda abierta para futuras intervenciones en otros países.
México tiene experiencia reciente en un rol que hoy vale oro: ser sede y facilitador. En 2021, alojó el proceso de mediación impulsado por Noruega entre el gobierno venezolano y la oposición. México ofreció territorio y respaldo logístico-diplomático para que se firmara un Memorando de Entendimiento que fijara una ruta: garantías políticas, derechos electorales, levantamiento gradual de sanciones y condiciones institucionales. El diálogo se interrumpió por la desconfianza acumulada.
¿Fue un fracaso? Si se mide por el objetivo maximalista de una transición inmediata, sí. Pero si se observa lo que permite la diplomacia en conflictos asimétricos, no: demostró que, aun con polarización extrema, puede abrirse un canal, fijar agenda, producir compromisos parciales y generar, al menos, la idea de que hay salida negociada. Demostró también que México puede ser un actor útil sin convertirse en parte beligerante.
¿Defender la no intervención equivale a avalar el autoritarismo de Maduro? La respuesta honesta es no. México puede —y debe— sostener un discurso claro contra violaciones de derechos humanos, contra la persecución de opositores y contra el cierre de espacios democráticos, sin por ello abrazar una estrategia de cambio de régimen por la fuerza.
La política exterior no es un concurso de pureza moral; es una herramienta para proteger intereses nacionales y sostener reglas. Y el interés nacional de México es que el continente no regrese al ciclo de invasiones, golpes y tutelajes. La no intervención no es indulgencia; es autodefensa estratégica.
De ahí que la salida más sensata sea empujar una transición pactada que incluya incentivos y garantías, no solo castigos. Una “salida negociada” de Maduro implica reducir el costo humano. Ningún actor se mueve sin garantías: el chavismo teme represalias y pérdida total; la oposición teme otra simulación; Estados Unidos quiere resultados; la región quiere evitar guerra y olas migratorias.
Un acuerdo posible tendría que combinar verificación internacional creíble, calendario electoral con estándares mínimos, garantías personales para quienes entreguen el poder —con límites claros cuando existan crímenes graves— y un esquema gradual de alivio de sanciones condicionado a avances verificables. Es un camino imperfecto, pero la alternativa puede ser catastrófica.
En tiempos de tentaciones imperiales, defender la Doctrina Estrada frente al “Corolario Trump” de la Doctrina Monroe no es nostalgia: es una manera de recordarnos que el derecho internacional existe, sobre todo, para que los poderosos no decidan por todos.
Lecturas sugeridas: “Soberanos e intervenidos” de Joan Garcés (Siglo XXI) y “Geopolítica. Una revisión de la política mundial” de John Agnew (Trama).
Gracias, LGCH.