Internacionalista de la Universidad Iberoamericana

Politiquería

La frágil democracia mexicana merece un debate de altura, no el cúmulo de una “politiquería” que hiere, engaña, resta, divide y polariza.

No es casual que un Diccionario de Americanismos incluya la palabra “Politiquería”. Como resolviendo el entuerto de un laberinto, la obra le otorga dos significados: el primero, la actuación en política mediante intrigas y el segundo como la práctica política que consiste en tratar de conseguir o mantener el poder mediante licencias, falsas promesas y regalos. La casualidad no existe y del Río Bravo a la Tierra de Fuego la historia de conspiraciones, traiciones y personajes atroces han transitado por los espacios de poder por las buenas o por las malas, en discurso grandilocuente o al filo del sable y la pólvora.

Más que buscar respuestas en la ciencia política para descifrar la “politiquería”, se puede acreditar más aproximaciones al concepto de ejercer el poder mediante la gangrena del corredor amoral que el propio Maquiavelo siempre subrayó, no como juicio sumario en una inmoralidad, sino en estar desprovisto de moral. La palabra en cuestión parece que ingresó a una nueva quimera, a una especie de purgatorio indescifrable, pero que al usarla desde la cúspide del poder es capaz del fenómeno de medusa: hacer piedra a cualquier crítico al poder. Petrifica y cancela el diálogo, asesina la sustancia de la política como acto civilizatorio de entendimiento.

La “politiquería” tiene un reguero de ejemplos en esas dos pistas paralelas en territorio latinoamericano: la dureza de caudillos, redentores, falsos profetas que llegaron al Palacio y las letras de obras claves de la personificación del poder. “El Señor Presidente”, del Nobel guatemalteco, Miguel Ángel Asturias; “Yo, el supremo” del Premio Cervantes paraguayo, Augusto Roa Bastos; “La fiesta del Chivo”, del Nobel peruano, Mario Vargas Llosa; y “Maten al León” o la célebre novela “La Ley de Herodes”, del gran Jorge Ibargüengoitia, puedan acreditar a pasto el uso de la “politiquería” en diversos momentos de la historia de la “Patria grande”. Muchos de esos episodios nacieron, además, de la sensibilidad y profundidad de cada autor, de una realidad temeraria que los hombres de letras supieron plasmar con magistrales obras. El retrato de esa “politiquería” hoy parece que se repite como olas que ahogan peligrosamente el salvavidas democrático latinoamericano.

La “politiquería” tiene un don que es de terror. Se lanza al aire para desnaturalizar al oponente al que no se le busca neutralizar, sino desaparecer. El que debiera ser contrincante se convierte en enemigo y presa para el inquisidor que busca quemarlo en la plaza pública. Si la lucha en un espacio democrático es entre contrincantes, quien lanza la cruzada acusando todo de “politiquería” exhibe su talante totalitario. La visión del contrincante como enemigo a silenciar cancela también el pluralismo democrático y la diversidad de la sociedad.

Una falacia mantiene el escaso debate público más allá de los políticos y es la proclama de “no politizar” tal cosa, lo mismo puede ser la educación básica, que una discusión energética, una obra de ingeniería civil (como un aeropuerto) que una emergencia donde en cada segundo se juega la vida. Si la lamentable oración de “negociar en lo oscurito” se mantiene contra todo propósito que debe ser el diálogo entre contrincantes, algo normal en cualquier democracia, “politizar todo”, es la otra columna en la que destacan los mejores vasallos de hacer o ejecutar en dos niveles el apagafuegos de decirle al pueblo en abstracto; “es politiquería”.  Desde la oposición se tacha al oficialismo de hacer lustre del vocablo y después desde el poder y con amnesia del paso por el desierto, se acusa a la oposición e incluso a algunos miembros del equipo del jefe político, de ser el enjambre que nubla las buenas razones de quien cree que su voz es la única en la nación. La “politiquería” se acomoda a todos, sin importar ser una metástasis en el cuerpo democrático que va más allá de perecederas posiciones políticas.

La frágil democracia mexicana merece un debate de altura, no el cúmulo de una “politiquería” que hiere, engaña, resta, divide y polariza. Rescatar la alta política como elemento cohesionador que dé rumbo a un “todos”, es apremiante por más que el segundo significado de Americanismos la defina como la capacidad de mantener el poder con licencia, falsas promesas y regalos. Una ciudadanía vibrante y una política incluyente capaz de reconocer al contrario, podrán aislar esa metástasis que corroe las células democráticas.

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