Jorge Berry

Van para atrás

La ley antiaborto en Texas puso en evidencia a la Suprema Corte de Justicia, cuya decisión resulta inaceptable jurídicamente, pero políticamente comprensible.

La ley antiaborto que entró en vigor la semana pasada en Texas, en Estados Unidos, abrió la caja de Pandora. Entre otras cosas, puso en evidencia a la Suprema Corte de Justicia, cuya decisión resulta inaceptable jurídicamente, pero políticamente comprensible.

La legislación objeto de la tormenta, un engendro redactado por la mayoría republicana del Congreso estatal de Texas, permite que cualquier ciudadano demande a personas u organizaciones que ayuden a abortar a cualquier mujer con más de tres semanas de embarazo. El premio a los demandantes es de 10 mil dólares, más gastos legales.

Ante la inminente entrada en vigor de semejante aberración, se presentó una solicitud de suspensión de vigencia de la ley, mientras las cortes determinaban el fondo del asunto. Pasaron las horas, pero la Corte nunca se pronunció, permitiendo que entrara en vigor tal y como estaba redactada.

Trágicamente, y a pesar de que el presidente de la Suprema, el juez John Roberts, votó con los liberales, se impuso la mayoría conservadora, con la complicidad de los tres nuevos jueces nombrados por Donald Trump, y comenzó el proceso de desmantelamiento de Roe vs. Wade, el célebre caso de 1973, por el cual la Suprema Corte aseguró la libertad de cualquier mujer a decidir abortar legalmente.

Desde entonces, los conservadores radicales han usado el tema como estandarte de campaña, obligando a los candidatos a pronunciarse sobre el asunto. El expresidente Trump, habiendo sostenido una postura a favor de la libertad para elegir, descubrió que oponerse al aborto era una interesante fuente de votos, así que sin el menor empacho, cambió su postura, y prometió postular jueces a la Suprema Corte que se opusieran al aborto, y así lo hizo, subiendo a tres de ellos al tribunal.

Esto politizó a una institución cuyo valor reside, precisamente, en la defensa del Estado de derecho contra las fuerzas políticas del momento, y ello no ocurrió. Los jueces decidieron legislar desde su tribuna, en lugar de aplicar la ley con justicia. Pisotearon un precedente con casi 50 años de antigüedad, contraviniendo el espíritu del sistema de derecho anglosajón.

Ahora, mientras se dilucida el futuro de esta controvertida ley en cortes menores, que irán siendo apeladas, y que años después llegará de nuevo a la Suprema Corte para decidir el fondo del asunto, se gastarán millones y millones de dólares para llevar litigios sobre esta legislación, y sobre otras por venir.

Las fuerzas oscurantistas en Estados Unidos, al ver la decisión de la Corte, promoverán iniciativas similares en otros estados controlados por republicanos, seguros ya de que la Suprema dejará vivir estas nuevas reglas.

El presidente Joe Biden criticó duramente la pasividad judicial de la Corte, y prometió usar todas las armas que ofrece el Departamento de Justicia del gobierno, para cuestionar y limitar los alcances de esta nueva legislación, pero antes tendrá que acatarla. Por lo pronto, la ley obliga a que las mujeres viajen a otros estados para abortar, y nadie sabe qué pasará si una de esas mujeres es acusada de abortar aun fuera del estado, pero siendo residente texana.

Finalmente, tarde o temprano, la Suprema Corte tendrá que decidir el fondo del asunto. Este otoño, la Corte aceptó analizar una ley antiaborto menos radical, pero igual de retardataria, que acabaría con el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, y que acabaría de manera definitiva con las protecciones de Roe vs. Wade.

La decisión se dará a conocer en menos de un año. Esta es sólo una de las secuelas del trumpismo. Y Trump ya prácticamente anunció que será candidato a la presidencia en 2024. Y, Dios no lo quiera, puede ganar.

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