Jorge Berry

De Olímpicos

Los Juegos Olímpicos no son más que otra plataforma que algunos usan para hacer política y otros para hacer dinero. Los ejemplos abundan.

Tokio 2020 está por terminar. Son los Juegos Olímpicos más extraños, por decir lo menos, de este ejercicio de la fraternidad universal, de que se tenga memoria. Son los únicos Juegos que se han realizado sin un elemento esencial de competencia, que se llama público.

Todos sabemos que aquello del ‘espíritu olímpico’ no es más que una utopía, que fue desbancada hace muchos años ya por intereses económicos y políticos. Los Juegos no son más que otro elemento que algunos usan para hacer política, y otros usan para hacer dinero. Los ejemplos abundan.

Adolfo Hitler usó los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936, para demostrar al mundo la ‘superioridad’ de la raza blanca. Fracasó, en buena medida, por el legendario Jesse Owens, quien puso su piel negra en la cima del podio en los 100 metros planos.

Estados Unidos boicoteó los Juegos de Moscú 80, y en respuesta, la entonces URSS hizo lo mismo con los Juegos del 84 en Los Ángeles. También por motivos políticos ocurrió la tragedia de Múnich, en 1972, cuando un comando terrorista palestino mató a 11 miembros de la delegación israelí.

El otro gran motor de cambio en los Olímpicos es el dinero. Miles de millones de dólares se mueven en torno a los Juegos, y no solamente en las dos semanas de competencias cada cuatro años, sino de manera permanente.

En las últimas décadas del siglo 20 por fin se incorporó al profesionalismo en los Juegos. Ya era hora. Todos se enriquecían, menos los atletas, con las ya obsoletas reglas sobre el amateurismo, que impedían la participación de los mejores en cada disciplina. Con el dinero y la política, claro, llegaron las drogas para estimular peligrosamente las hazañas atléticas. Ese problema no se ha resuelto.

Los primeros 10 años de mi vida profesional los dediqué al deporte, y les puedo decir, sin temor a equivocarme, que lo único que ha crecido en el deporte mexicano es la cuenta de cheques de sus dirigentes. No importa el monto del presupuesto del gobierno asignado para el deporte. Casi nada le llega a los atletas. De eso se quejaba amargamente Ana Gabriela Guevara, medallista olímpica en 400 metros planos.

Cuando la señora tuvo en sus manos el futuro de los atletas, se le olvidaron sus quejas, e hizo exactamente lo mismo que quienes la precedieron; entregó contratos sin licitación, aumentó los moches, repartió con los presidentes de las federaciones (casi todos) y, por alguna razón que sólo ella y López Obrador conocen, permanece impune. A los atletas no les alcanzaba ni para los uniformes. La ASF de la hermosa guerrera le encontró toda clase de irregularidades, pero la fiscalía no procedió. Le debía millones al fisco, pero ni la señora Buenrostro le ha podido cobrar. Sus proyecciones de medallas quedaron en ridículo. Y, para colmo, quienes la acusaron con clara evidencia de corrupción, sufrieron un atentado que casi les cuesta la vida en plena calle del Puerto de Veracruz. Así no se puede.

Llevo más de 50 años inocentemente pensando que, con cada nuevo gobierno, ahora sí viene una reestructura que ayudará a los deportistas. Nunca se ha podido. El mejor intento fue con Bernardo de la Garza, el exmiembro del Partido Verde (¡ugh!), quien ocupó la dirección de Conade los últimos tres años de Calderón. No le alcanzó el tiempo. EPN pudo dar continuidad al proyecto, pero prefirió nombrar a su cómplice Alfredo Castillo, de lo peorcito que ha sufrido el deporte.

Total, que a México, con sus 120 millones de habitantes, sólo le queda la esperanza de un tercer lugar en futbol, para no irse a casa con tres tristes medallas de bronce. Y, seguramente, Pejelandia aplaudirá a la antes gran atleta, y ahora gran corrupta, los avances de nuestro deporte. Pero así somos, y por eso así estamos.

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