Jorge Berry

De imperios

En Estados Unidos hay señales preocupantes. Por primera vez en la historia está en duda el derecho al voto libre ciudadano.

Algo grave, tal vez terminal, está pasando en Estados Unidos. Y no sólo es una cosa. Diversos elementos y situaciones, algunas derivadas directamente de las acciones de los gobiernos recientes, y otras en las que sólo se puede reaccionar ante un embate de la naturaleza, preceden a lo que, para muchos, es ya un claro declive de la hegemonía estadounidense que duró los pasados 70 años.

Roma se fundó 700 años antes de Cristo. Constantinopla cayó en 1453. La hegemonía de Roma duró más de 2 mil años, y en el proceso hubo crisis en casi todos los siglos del dominio romano, pero siempre se levantaron y volvían a imponer condiciones, nunca de igual manera que antes, pero siempre manteniendo el control. ¿Cuántas veces, a lo largo de todos esos años, se pensó que la caída del imperio era inminente? Muchas. Superaron el Vesubio, el cristianismo, el asesinato de Julio César, incontables pandemias, rebeliones de esclavos, invasiones de bárbaros, y ahí seguían. Hasta que no.

La invasión de las fuerzas otomanas que derrumbaron a Constantinopla, matando a su líder, se produjo apenas 40 años antes del descubrimiento de América. Ya era pleno Renacimiento, y el Coliseo en Roma era una antigüedad. En algún sentido, se puede afirmar que los tiempos alcanzaron a Roma.

Lo que propiamente fue el Imperio romano, que es lo más cercano al dominio que ejerce Estados Unidos, duró dos siglos. Empezó con la derrota de Marco Antonio y Cleopatra a manos de Octaviano, quien se proclamó Augusto, comenzando el imperio en el 29 a. C. Duró 56 años en el trono.

La era dorada de la pax romana acabó 150 años después de la muerte de Augusto, y empezó el declive que pasó por el convertirse en el Imperio bizantino, que se mantuvo vivo en Europa del este hasta el siglo XV. Pero en Europa occidental, para efectos prácticos, el Imperio romano terminó en 476, con la toma del Ejército romano por un príncipe nórdico, Odovacar, que destronó a Rómulo Augusto, último emperador de Roma, decretando así la caída final.

Hoy, en Estados Unidos hay señales preocupantes. Por primera vez en la historia, está en duda el derecho al voto libre ciudadano. Una pandemia sin control azota a un pueblo cuyas fuerzas conservadoras prefieren mofarse de la ciencia que les trajo las vacunas, a aplicárselas. También por primera vez en la historia, el Capitolio en Washington, sede de uno de los tres poderes de la unión, fue tomado por grupos insurrectos que trataban de impedir un proceso electoral democrático. Las teorías de la conspiración se difunden y se creen, mostrando el fanatismo dogmático de una buena parte de la población, aunque todavía no la mayoría.

Y no, no todo es culpa del expresidente Donald Trump. Él sólo explota y aprovecha sentimientos que durante siglos se mantuvieron dormidos en un importante segmento de la población. Sentimientos que provocaron la guerra civil de mediados del siglo 19, y que ahora renacen.

La pax americana está en riesgo. Esa paz lleva apenas 70 años. Los romanos imperiales aguantaron 200 años de paz, antes de volver a conflictos existenciales. Pero ahora, con el desarrollo tecnológico y el armamento moderno, la paz es mucho más frágil. Información que hace apenas 150 años tomaba días y hasta semanas en llegar a su destino, ahora tarda segundos. Se toman más decisiones, más rápidas, más abruptas, más peligrosas.

Encima de este escenario dantesco, está el deterioro del medioambiente. Dicen los científicos que sólo nos quedan 20 años antes de que esto sea irreversible. Como dice el tango, “20 años no es nada”. La voluntad política mundial, la cooperación, el sacrificio global que se requiere, no aparecen. Vamos directo a la extinción, y si no tenemos la fuerza de respetar una dieta, mucho menos la catástrofe que viene. Caerá no sólo Estados Unidos. Caeremos todos.

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