Es verdaderamente lamentable, por no decir preocupante, observar el rumbo que ha tomado nuestro sistema de justicia a raíz de la reforma mediante la cual se eligieron a jueces y magistrados por voto popular.
Advertimos desde un inicio que no se trataba de una reforma para fortalecer al Poder Judicial. Sino para debilitarlo, para politizar la justicia y para minar, desde lo más fundamental, la independencia y la técnica jurídica que durante tantos años, con sus aciertos y desaciertos, fue un pilar del Estado de derecho en México.
Hoy, la realidad nos ha dado la razón. Mientras algunos jueces, todavía de la vieja guardia, cargan sobre sus hombros todo el peso de la justicia y dictan resoluciones cuando menos debidamente fundadas y motivadas, observando el debido proceso y las formalidades esenciales del procedimiento, así como con conocimiento técnico de la norma, otros, recién llegados, exhiben un actuar francamente deficiente, improvisado y peligrosamente irresponsable.
No se trata de un simple error humano. Se trata de decisiones que afectan vidas, libertades y patrimonios. Se trata de jueces que, sin saber qué están haciendo, resuelven vincular a proceso a la víctima o dictar sentencia condenatoria en la Audiencia Inicial.
Estos pseudojuzgadores confunden garantías, etapas y conceptos básicos del derecho procesal. Lo que estamos presenciando no es una anécdota aislada; es una muestra clara del desastre institucional que se genera cuando se prioriza la popularidad y la conveniencia política antes que la preparación, la carrera judicial y el conocimiento técnico.
Y que quede claro: corrupto no es solamente aquel que da y recibe dinero; corrupto es también quien acepta un cargo a sabiendas de que no tiene la capacidad, la formación ni la experiencia para ejercerlo con responsabilidad.
Corrupto es el que juega con la libertad y los derechos de las personas como si fueran fichas de ajedrez. Corrupto es el que se sienta en la silla de un juez sin entender la responsabilidad que eso conlleva.
Lo más grave es que este deterioro no es producto del azar. Es el resultado de una reforma que nació mal concebida, de una visión simplista y francamente estúpida, que pretendió “democratizar” la justicia confundiendo legitimidad política con legitimidad jurídica.
Un juez no debe su independencia a los aplausos ni a los votos, sino a la norma. La técnica jurídica no se improvisa ni se aprende en discursos de campaña; se forma con años de estudio, con experiencia, con conocimiento de causa, con responsabilidad frente a cada expediente.
El Poder Judicial no necesita aplaudidores ni operadores políticos disfrazados de jueces. Necesita perfiles sólidos, con conocimiento y probidad.
Pero hoy vemos cómo se nombran personas que no conocen siquiera la diferencia entre una audiencia inicial y una intermedia; entre una medida cautelar y una sentencia condenatoria; juzgadores que son corregidos por las propias partes en la audiencia de oralidad. Eso, en cualquier Estado serio, sería un escándalo. Aquí, parece una nota más de la semana.
Este fenómeno tiene consecuencias sumamente profundas, pues se pisotea la confianza ciudadana en la justicia, se incrementa la arbitrariedad, se generan resoluciones insostenibles y, peor aún, se pierde el respeto a la figura del juez, que históricamente debe ser garante de legalidad y de protección a derechos humanos, no protagonista de errores grotescos y tontos.
A quienes hoy ocupan una judicatura sin la debida preparación hay que decirles las cosas como son: su falta de técnica no solo los exhibe; pone en riesgo a personas reales, destruye reputaciones, rompe familias y vulnera libertades. No hay “buena voluntad” que justifique semejante irresponsabilidad.
México necesita jueces independientes, sí, pero sobre todo jueces capaces. Si no se corrige el rumbo, si no se restituye el mérito, la carrera judicial y la técnica jurídica, entonces el Poder Judicial dejará de ser un poder del Estado para convertirse en otro circo que funcione de distractor del pueblo en beneficio del poder.
No se puede jugar con la justicia. Quien lo hace, no solo traiciona a la ley, traiciona a la nación.