Cualquier análisis serio de la historia humana, al menos en los últimos dos siglos, da constancia de que no hay prosperidad sin el despliegue vigoroso de la acción empresarial.
Es por eso que el consenso entre las personas serias que piensan sobre estas cosas es que los gobiernos nacionales y subnacionales hacen bien en fortalecer un ecosistema empresarial que promueva las inversiones, el empleo y, por lo tanto, el desarrollo humano.
Quizás por eso las recomendaciones más razonables es que los gobiernos no sobrepasen un umbral de endeudamiento y de déficit que los obligue a incrementar la carga fiscal a tal grado que inhiban la actividad empresarial.
Un problema anexo a este tiene que ver con los beneficios para la salud empresarial del federalismo sobre el centralismo político. Que esto es cierto lo estamos viendo en las consecuencias que está teniendo la concentración fiscal del poder en el gobierno federal a expensas de las entidades federativas.
La necesidad del régimen instalado en Palacio Nacional por obtener más recursos financieros - través, por ejemplo, de la contracción de las transferencias federales no etiquetadas (Ramo 28) - ha llevado a que los Estados estén pensando en maneras elevar la carga fiscal local.
Este comportamiento tiene una racionalidad económica que se puede entender muy bien. De hecho, si lo que está pasando puede culminar en un fortalecimiento del federalismo, eso sería no sólo positivo sino bienvenido.
No obstante, hay que tener cuidado de que esto no ocurra sin el concurso y la participación del sector empresarial.
Hoy estamos atestiguando lo que algunos califican como una rebelión de los Estados para, en sus presupuestos para el 2026, sobrepasar la barrera psicológica y competitiva del 3 por ciento en el Impuesto sobre la Nómina (ISN).
Rendirse a tal tentación podría conllevar riesgos económicos de distintos tipos. Sabemos que un aumento del 3 al 4 por ciento en el ISN implicaría en realidad un alza efectiva del 33 por ciento en el pago del impuesto. Esto indudablemente frenaría la inversión y el empleo, afectando desproporcionadamente a las PyMEs - que constituyen un 94.2 por ciento del tejido empresarial - obligándolas a subir precios o a detener contrataciones. Se trataría, como algunos lo han dicho, de un impuesto al empleo, muy grave en un momento de evidente estancamiento económico del país. Esta dinámica podría conducir a desincentivar la formalización de la economía en un país que históricamente ha luchado contra la economía informal.
Hay que entender también que el ISN no es un impuesto que absorbe el capital, sino que se trata de un costo de producción que se traslada al precio final. En un entorno de inflación persistente, los aumentos estatales podrían añadir presión a la canasta básica y a los servicios locales, lo que afectaría el poder adquisitivo real de los salarios que los mismos gobiernos dicen querer proteger.
Finalmente, la presión ejercida por el ambiente internacional debería hacernos pensar dos veces antes de hacer más hostil el ambiente económico de las empresas.
Nada de esto quiere decir que los empresarios no se hayan mostrado sensibles a las necesidades financieras y fiscales de las entidades federativas. El problema es que los planes parecen estarse realizando a sus espaldas.
En realidad, si se piensa bien, el interés de las regiones y los Estados, por un lado, y el del sector empresarial, por el otro, podrían converger muy bien.
Ambos están de acuerdo en que el Pacto Fiscal Federal está fracasando. En este sentido, quizás no sería mala idea pensar en organizar una Convención Nacional Hacendaria, cuyo fin sería revisar las fórmulas de participaciones, permitiendo a los estados quedarse con una mayor parte del IVA/ISR generado en su territorio, reduciendo así la necesidad de aumentar el ISN.
En este marco se podría pensar en tasas de ISN superiores al 3 por ciento que estén vinculadas a fideicomisos transparentes de infraestructura. Si se va aumentar el ISN, el dinero debería regresar a las empresas en forma de seguridad o carreteras y no destinarse al gasto corriente.
Habrá que ser claros, sin embargo, de que la voracidad fiscal sin plan de desarrollo afecta el empleo, la inversión y la prosperidad. Una cosa es cierta: un México Nuevo no podría surgir en esas condiciones.
