Hoy en México hay dos concepciones de régimen político que se están ofertando. Por un lado, se encuentra el modelo impulsado por el presidente de la República y su grupo. Para ellos, lo que se necesita en el país es aumentar los poderes constitucionales, metaconstitucionales y anticonstitucionales del Poder Ejecutivo. Se trata de una noción autocrática del poder, donde el Presidente puede actuar sin ningún tipo de límites.
De acuerdo con esta definición de poder unipersonal, los otros dos poderes republicanos -el Legislativo y el Judicial- existen sólo para avalar las decisiones presidenciales.
Acorde a esta visión, las decisiones y acciones del Ejecutivo no deberían ser acotadas por las instituciones autónomas que se han construido en México en los últimos lustros y a las que la Constitución ha dotado de caracter colegiado, profesional y transexenal con el objeto de encomendarles funciones de gran relevancia para el Estado, para atenuar los excesos del modelo presidencialista.
Es un hecho indiscutible que desde que inició su gobierno, el presidente de la República y su grupo han buscado minar el andamiaje institucional de control y supervisión del poder. Estamos siendo testigos también de un ataque contra la idea de que la racionalidad burocrática y la eficiencia en el desempeño de sus funciones por parte de empleados federales es una virtud republicana. En ausencia de un proyecto que entrañe la construcción de un sistema civil de carrera, lo que queda es la concepción patrimonialista del Estado y del gobierno.
Por otro lado, se encuentra una idea del gobierno republicana, liberal, constitucional y democrática. De acuerdo con esta noción, el Poder Ejecutivo es uno más entre los tres poderes de la Unión y ninguno tiene preeminencia sobre los otros dos.
Los tres poderes en ocasiones trabajan en concierto pero también existe un diseño institucional de acuerdo con el cual, un poder vigila y hace contrapesos a los otros, con el fin de evitar que uno de los poderes se vuelva omnímodo y se establezca una tiranía.
Esta es la concepción madisoniana del check and balances que se encuentra en el centro del mejor régimen político inventado hasta ahora: la democracia liberal.
Está fuera de duda que, a lo largo de la historia de México, el establecimiento de la democracia liberal ha sido un camino muy empedrado, donde se avanza un paso y se retroceden dos.
No obstante, los gobiernos de la transición a la democracia pudieron avanzar, no sin dificultades. La prudencia habría dictado continuar por ese mismo camino. Pero el triunfo de Morena y aliados en 2018 ha significado, desafortunadamente, un gran retroceso republicano. Resulta doloroso saber que no hay un futuro democrático para México si, al final del día, se impone la concepción autocrática del poder presidencial.
Por eso, más allá de las disputas de la coyuntura, ha llegado el momento de pensar en nuevos arreglos constitucionales e institucionales que acoten en forma definitiva el poder presidencial. El establecimiento de un gobierno de coalición que muchos estamos impulsando es, sin duda, una de los primeros pasos en esa dirección.
En una visión de mayor aliento habría que analizar la forma de lograr un gran acuerdo nacional para que nuestro régimen político evolucione a uno de carácter semipresidencialista o semiparlamentario.
Esta es una definición básica para sentar las bases de la gobernanza democrática que permitirá construir el México Ganador que todos queremos.