Lo que hizo Alito Moreno para reelegirse al frente del PRI es probablemente ilegal, pero no ilegítimo.
Los críticos dentro de su propio partido, como Manlio Fabio Beltrones y Francisco Labastida, podrán alegar ante las instancias competentes la ilegalidad de la asamblea que aprobó la modificación de estatutos con la reelección -no del líder, porque no lo es- sino del administrador del negocio milmillonario que es ese partido.
Es muy remota la posibilidad de que se declare inválida la reelección de Moreno, quien tiene a su favor la legitimidad que le da el espíritu y la naturaleza del PRI; ni ese partido ni sus antecesores, el PNR y el PRM, se organizaron y operaron como instituciones democráticas, ni se propusieron nunca promover la democracia en México.
El PRI y sus antecesores fueron creados para controlar a la ciudadanía, a la que organizó corporativamente y así gobernó durante siete décadas que se mantuvo en el poder, la mayor parte de las cuales ni siquiera permitía elecciones confiables.
La democracia de la que se sienten progenitores -sin serlo- los intelectuales liberales, como Krause y Aguilar Camín que señalan denodadamente el autoritarismo de la 4T, inició su andar en 1977 con la primera Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales, y lo que ha conseguido hasta ahora es lo que se podría considerar como una democracia minimalista.
Estuvo bien un tiempo, pero hace años que dejó de evolucionar.
Digamos que nuestra democracia cuenta con los mecanismos y normas jurídicas para hacer que los ciudadanos decidamos colectivamente quiénes gobiernan, pero hasta ahí; ni el equilibrio de poderes, ni las libertades de asociación y de expresión han sido cabalmente efectivas, y mucho menos en cientos de municipios y algunos estados de la República.
Hemos tenido una democracia esencialmente electoral, que no podía evolucionar como una ‘democracia sin adjetivos’, es decir, sin adicionarle ideales al derecho a votar, como propuso Krause hace algunos años: la política dejada al ‘libre’ mercado neoliberal.
Las desigualdades de todo tipo que distinguen internacionalmente a México son una prueba fehaciente de que la democracia electoral es necesaria pero insuficiente para lograr que el crecimiento económico se transforme en progreso sin exclusiones.
La democracia tiene que arraigar en los ámbitos en que se originan las causas principales de las desigualdades: el laboral en términos de elecciones de representantes sindicales y salariales, y en la estructura de ingresos y gastos fiscales.
Para allá va el cambio de régimen que emprendió López Obrador y al que Claudia Sheinbaum propone agregarle el segundo piso; para avanzar, la democracia dejaría de ser un fin en sí mismo para operar como un medio con el cual perseguir valores e intereses mayoritarios.
Los valores y acciones que la democracia puede contribuir a promover varían entre nacionalidades y circunstancias; en nuestro caso cabría esperar, por ejemplo, que los ciudadanos, además de decidir mediante el sufragio quienes nos gobiernan, tuviéramos mecanismos efectivos para saber, mediante la efectiva rendición de cuentas, cómo lo están haciendo con apego al bien común.
La virtual presidenta electa da la impresión de tener una genuina voluntad de acercamiento con empresarios industriales, mercantiles y financieros en cuyas manos está más del 75 por ciento de las inversiones que dinamizan el crecimiento económico, pero Sheinbaum también ha dejado en claro que por el bien de todos, la prosperidad tiene que acelerarse y ser pareja, incluyente, adjetivos necesarios de la democracia.