En el espejo de Washington

Evidentes señales fascistas en Estados Unidos

El acoso cotidiano a los indocumentados y la teatralidad de las redadas transmitidas por televisión y redes sociales alimentan una cultura política del dolor en Estados Unidos.

¡Ayuda! ¡Ayuda! Suplica un hombre con el rostro desencajado por la angustia y el terror de que su vida se caiga en pedazos, mientras forcejea con agentes de ICE (US Immigration and Customs Enforcement) que intentan arrastrarlo a una camioneta para llevarlo a una instalación donde se prepararía su deportación.

Escenas como estas se multiplican a diario a lo largo y ancho del territorio. Situaciones profundamente indignantes y dolorosas cometidas contra personas que con sus manos y su trabajo incansable contribuyen a la prosperidad de la principal economía mundial, de manera equivalente a lo que, en épocas pasadas, sucedió con el trabajo esclavo de personas negras arrancadas de sus tierras africanas.

La operación de deportación masiva de Donald Trump, no por teatral y mediática deja de ser cruel y profundamente injusta: es claramente uno de los signos más ominosos del protofascismo que está a la vista en Estados Unidos.

Una Alemania fascista amenazó gravemente al mundo el siglo pasado; afortunadamente, fue derrotada. Ahora en este convulso siglo XXI se levanta una nueva amenaza en el país militarmente más poderoso del mundo.

El liderazgo de Donald Trump es agresivo y sistemáticamente vengativo. No lo oculta, lo dice él mismo una y otra vez. En una época de creciente éxito de los autoritarismos, es importante clarificar el tipo de autoritarismo que germina en Estados Unidos.

Una distinción necesaria y fundamental es la existente entre fascismo y populismo. Ambos buscan concentrar el poder y derruir cualquier contrapeso a su voluntad, pero difieren al menos en dos grandes rasgos: el papel de la identidad étnica/racial y la violencia.

Identidad étnica/racial: En ambos, las identidades primigenias juegan un papel esencial, pero lo hacen de forma diferente. En el populismo, se ensalza al “pueblo bueno” en contraste con las “elites malas” —normalmente conformadas por orígenes étnicos de entidades colonizadoras—, lo cual se realiza con fines políticos que buscan crear mayorías electorales hegemónicas.

En el caso del fascismo, el objetivo es la “purificación étnica”, donde se busca eliminar, o por lo menos desterrar, a los que no pertenezcan a la “raza superior” (en el caso de Estados Unidos, a los descendientes de la Europa blanca). Agita el odio extremo, los deshumaniza, los denomina “animales”, “veneno”, “plagas”, “criminales”, etcétera.

Violencia: Populismo y fascismo son violentos en su lenguaje para estigmatizar y acorralar a sus “enemigos”; suelen también usar la ley para perseguirlos, callarlos e incluso encarcelarlos, pero la línea que los divide es el uso de la violencia directa.

En el populismo, el uso de la violencia es selectiva y no sistemática, no consustancial al proyecto. El populismo mexicano es muy ilustrativo en esta materia, donde el liderazgo prefiere atestiguar destrucciones y arbitrariedades que reprimir a los inconformes (abrazos, no balazos, dixit).

Mientras tanto, el fascismo, como lo señala Federico Finchelstein en su conversación con Carlos Bravo Regidor [1], “entiende la política como violencia, como una guerra civil, no distingue entre el plano político y el plano militar (…), los fascistas conciben el pacifismo, la paz, la moderación, como debilidades”.

Estados Unidos vive una peligrosa deriva fascista con rasgos que ya no pueden ocultarse. La militarización interna se acelera: tropas de la Guardia Nacional son enviadas desde estados republicanos a ciudades demócratas (Washington, Los Ángeles, Chicago, Portland) bajo el pretexto del “orden”, mientras se multiplica al infinito el presupuesto para ICE y se normalizan operativos con tácticas violentas y agentes enmascarados.

Trump busca la sumisión de los mandos militares, los manda traer de todos los rincones del mundo y busca ponerlos a sus pies. Ese afán por doblegar al ejército y convertirlo en instrumento personal del poder es una de las marcas más claras del fascismo. La frontera entre seguridad y represión se borra cuando la lealtad al líder reemplaza al respeto por la ley.

El acoso cotidiano a los indocumentados y la teatralidad de las redadas transmitidas por televisión y redes sociales alimentan una cultura política del dolor. En lugar de instituciones fuertes, se impone la exaltación de la fuerza; en lugar de justicia, la humillación pública.

La jugada es glorificar la violencia y convertir al “enemigo interno” en combustible emocional. Los símbolos —uniformes, consignas, desfiles, helicópteros— construyen una épica de dominación que deshumaniza y polariza.

La historia enseña que el fascismo no llega de golpe: se instala con aplausos y espectáculo, hasta que la violencia deja de ser un medio y se convierte en la esencia del poder.

Es indignante que haya personas en nuestras sociedades que vean con buenos ojos estas demostraciones de fuerza y crueldad de quienes están hoy en el poder en los Estados Unidos.

Frenar el fascismo requiere coraje moral y solidaridad humana. No tolerar complicidades o ser cómplice por omisión.

Necesitamos movilizarnos, apoyar el pluralismo y la libertad de expresión y proteger a quienes son perseguidos. Implica acoger al migrante, acompañar al amenazado, donar tiempo o recursos a organizaciones civiles, escuchar sin odio y reconstruir la empatía rota.

La vida sin odio y violencia fascista solo será posible si nos ponemos de pie y damos la cara con compasión y valentía.

1. “Mar de dudas, conversaciones para navegar el desconcierto”, de Carlos Bravo Regidor, libro fundamental para entender nuestros tiempos.

Guido Lara

Guido Lara

CEO Founder LEXIA Insights & Solutions.

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