Gerardo Herrera Huizar

Violencia y crimen, amenaza patente

Parce que las bandas criminales, tras el ajuste político que representa el resultado de la elección, buscan también reposicionarse y fortalecer su influencia.

Muchos y variados, ciertamente, son los temas de la agenda nacional que merecen atención urgente, la pandemia, desde luego, ha sido un factor determinante que ha atraído, de manera obligada, la preocupación de la población y de las entidades gubernamentales involucradas en su tratamiento, pero el fenómeno, no exclusivo de nuestro país, parece habernos alejado de otros temas, no menos apremiantes y en aparente franca expansión.

Las acciones violentas de organizaciones delictivas de las pasadas semanas en diversas zonas de la geografía nacional dan cuenta de un renovado auge del crimen organizado tras el proceso electoral, durante el cual, por cierto, se portó, en general, bien, pero pareciera que las bandas, que se reproducen prolíficamente, tras el ajuste político que representa el resultado de la elección, buscan también reposicionarse y fortalecer su influencia, particularmente a nivel local, ante los nuevos actores estatales y municipales.

Ciertamente, la violencia desatada por las organizaciones criminales no puede considerase un fin en sí misma, sino un medio para reafirmar y ampliar su dominio y el control que les permita lograr sus objetivos, fundamentalmente económicos, pero los efectos sobre la sociedad son, indudablemente, devastadores.

El músculo mostrado recurrentemente por bandas que se exhiben con marcas propias, con denominación de origen, constituye un abierto desafío al Estado, que adquiere dimensiones alarmantes y una penetración paulatina y robusta, mediante la amenaza o la cooptación en diversos niveles de la estructura gubernamental.

La estrategia de la no confrontación y de llamado a la no violencia ha sido ratificada enfáticamente por el primer mandatario, pero el efecto que ha tenido en el ánimo de los violentos, dada la realidad que viven comunidades y regiones enteras del país, parece haber sido de aliento y no de atemperación de sus acciones armadas, motivando el resurgimiento paulatino de organizaciones ciudadanas bajo la figura de fuerzas de autodefensa, con los riesgos inherentes, que son ya historia ampliamente conocida.

El crecimiento de la actividad criminal con procedimientos violentos, con pretensiones de expansión y control territorial constante, puede significar en el futuro inmediato una avalancha que resulte incontenible en un momento dado y amenace no sólo la paz social en vastas regiones, sino la eficacia misma de la actividad estatal con repercusiones terribles en todas las áreas del quehacer social.

La postura gubernamental con la manifiesta intensión de no combatir el fuego con el fuego y atender primordialmente las causas que generan la violencia desde sus bases, puede estar siendo interpretada por los delincuentes como una excelente oportunidad para su fortalecimiento, cuya motivación es meramente económica y la obtención de las ingentes ganancias justifica todos los medios.

Por su parte, la exigencia social de protección y acción directa del Estado, a todas luces razonable y justa, crece al ritmo en que se deteriora la confianza y el terror se convierte en la realidad cotidiana de las comunidades sin dejarles otra salida que recurrir a su propia protección en afán de natural supervivencia.

La amenaza que representa el crimen organizado es real y preocupante, no sólo por la atomización que muestra, sino por la capacidad exhibida, tanto numérica como de fuego, potenciada por su flexibilidad e innegable libertad de acción, que parece ser incontenible sólo con los regaños y consejos de sus madrecitas.

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