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El presidente mediocre

Tres años de gobierno han bastado para mostrarnos sus graves limitaciones. Su desempeño como universitario lo pintaba desde entonces de cuerpo entero: un estudiante mediocre.

El presidente ha dicho que no quiere pasar a la historia como un presidente mediocre. Eso no ocurrirá. Sus desastrosos resultados en salud, seguridad, economía y combate a la corrupción lo sitúan por debajo de la media.

Tres años de gobierno han bastado para mostrarnos sus graves limitaciones, que no son de ahora. Su desempeño como universitario lo pintaba desde entonces de cuerpo entero: un estudiante mediocre. El estudio (adquirir conocimientos para mejorar) no es lo suyo. Lo poco que aprendió en la universidad lo sigue repitiendo cincuenta años después. El mundo ha cambiado, él no.

Para Jesús Silva Hérzog-Márquez, López Obrador es el político “más talentoso que ha conocido México en muchas décadas” (La casa de las contradicciones, Debate, 2021). Buen político no significa buen gobernante. Como Fox, López Obrador supo conquistar el poder pero al llegar a la presidencia desperdició su oportunidad. A Fox lo condenó la frivolidad, a López Obrador su megalomanía. La mayor preocupación de ambos, el índice de su popularidad. El puesto les quedó muy grande. Un par de presidentes mediocres.

“La sabiduría antigua –ha escrito Gabriel Zaid– desconfiaba de la desmesura, lo desproporcionado, el exceso. Esta desconfianza llegó a convertirse en un elogio de la medianía (…) El desprecio a la moderación es de siglos recientes. Parece surgir con el barroco y su amor al exceso, crecer con la Ilustración y el absolutismo, exaltarse con el romanticismo y su culto del genio y lo sublime” (“¿Qué hacer con los mediocres?”, Letras Libres, febrero 2005).

López Obrador parece compartir este rechazo a lo mediocre. Como si fracasar a lo grande tuviera mayor mérito que cumplir con una presidencia reformista, de progreso paulatino. México es el cuarto país con mayor número de muertos por Covid en el mundo. Mejor eso que ponerse un mediocre cubrebocas.

Es un presidente que desprecia el conocimiento, a los expertos, a los graduados en el extranjero. Son recurrentes sus ataques al CIDE, a los científicos a través del Conacyt y ahora a la UNAM. Con el pretexto del combate a la corrupción, arremete contra los que han demostrado más luces que él. Es un hombre inseguro, por eso rehúye los encuentros internacionales. Una situación de alto riesgo porque la inseguridad suele ser la antesala de la violencia.

Rechaza la mediocridad pero su condición de mediocre le ha granjeado la aceptación popular de la que goza. Sus trajes arrugados, su desparpajo dicharachero, su ignorancia de cosas elementales (México no se fundó hace miles de años), lo hacen ver como un hombre común. Viaja en avión comercial, se traslada en un Tsuru, come en fondas. Es un hombre “normal”, mediano, mediocre.

Es interesante ver el video. El gesto de repugnancia del presidente al decir “no quiero pasar a la historia como un presidente mediocre”, como si la mediocridad fuera el escalón más bajo. Y no lo es. “Atroz” o “desastroso” son peores. Ser responsable de la pésima contención de la pandemia es algo atroz, no mediocre. Más de 600 mil muertos por la pandemia no es algo “normal”.

Su rechazo visceral de la medianía nace de la desmesura de su ego. Él representa al pueblo (al hombre común) pero está muy encima del pueblo, a la altura de Hidalgo, Juárez y Madero. Lo cual recuerda al “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”, de la Rebelión en la granja, de Orwell. El representante del hombre común se cree un hombre superior. Un iluminado que desdeña el conocimiento: “es muy fácil gobernar, no tiene mayor ciencia”, afirmó, poco antes de hundir la economía y llevar a la pobreza a más de cuatro millones de mexicanos.

Su rechazo del juste milieu, término acuñado por Voltaire, quien le daba una connotación positiva, es muy revelador. Desdeñar la medianía significa rechazar al hombre medio, muestra su repugnancia por el hombre normal que forma al pueblo. No concibe a su gobierno como mediocre sino como algo grandioso. “No es por presumir pero soy el segundo mejor presidente del mundo”, dice luego de dar a conocer una encuesta entre 13 mandatarios.

Desmesura por supuesto, megalomanía, pero sobre todo soberbia, el mayor de los pecados para un creyente cristiano. La soberbia enturbia la visión y confunde el juicio. Todo en su gobierno, todo en el país, debe girar alrededor de su persona. No acepta nunca haber cometido un error. Si le ponen enfrente un dato emanado de su gobierno, lo niega. Si el tropiezo es inocultable, lo adjudica a un complot de sus adversarios. Él no es un presidente “normal”, un mediocre, se ve a sí mismo como “Yo, el Supremo”.

Como político conquistó el poder adulando al hombre común, haciéndoles creer a científicos y artistas que respetaba el conocimiento y el talento ajeno. Instalado en la silla presidencial, exige sumisión y lealtad ciegas, lo marea la adulación permanente de sus más cercanos. La soberbia lo engaña. Niega ante sus seguidores el desastre de su gobierno pero él conoce las dimensiones de su fracaso. Teme como al diablo el basurero de la historia, el olvido. Un presidente mediocre.

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