Ser o no ser

Pueblo vivo

  

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El temblor del 19 de septiembre me sorprendió en el café en el que ahora, casi una semana después, escribo esta columna. Por fortuna, aquí no hubo daños y todo ha vuelto a la normalidad. Por desgracia, no es así para todas aquellas familias que perdieron a un ser querido o a las que en unos instantes vieron esfumarse el patrimonio construido con mucho esfuerzo a lo largo de los años. Inmersos en la tragedia, hay que rescatar lo rescatable. La ayuda de la gente en las calles. El despertar de una sociedad desprendida del poder y todas las posibilidades que ello implica en términos de la transformación del país.

Los reportes de amigos y de la prensa, lo que uno mismo puede ver al darse un rondín por las zonas afectadas, es al pueblo mismo en acción. Al igual que ocurre en las revoluciones, aunque esta vez inspirado no por una ideología, sino por el más humano sentimiento de solidaridad, el pueblo —esa abstracción de la que muchos se han servido para legitimar el poder en los siglos más recientes— ha cobrado vida propia para remover escombros en busca de algunos de sus miembros; para llevar víveres, medicamentos, ropa a los que los necesitan; para instaurar albergues, para dar hospicio a los que perdieron sus casas; en fin, para brindar toda la ayuda posible a las personas afectadas, del mismo modo que ellos la hubieran brindado en caso de ser uno el perjudicado.

Tal vez peco de ingenuo o de optimista, pero veo en estas movilizaciones una simiente transformadora. Al igual que las ciudades y los pueblos afectados por los sismos recientes, la sociedad debe también ser reconstruida sobre bases que, lo hemos visto todos, ahí están: la solidaridad, la ética del cuidado, el apoyo a nuestro vecino caído en desgracia, la participación espontánea, independiente de los canales políticos o institucionales. Si pensamos en todo el país como una inmensa ciudad en ruinas, generadas no por un movimiento telúrico sino —muchísimo peor— por décadas de corrupción y de gobiernos más proclives al capital que a la ciudadanía; si concebimos como damnificados a las familias de los cerca de 30 mil desaparecidos, a las de los más de 100 mil muertos desde que iniciara la guerra contra el narco, a los más de 50 millones de pobres que pueblan el territorio nacional, a todos los que de alguna forma han sido afectados por el crimen organizado o por el terrorismo de Estado, estamos entonces obligados a mantener el puño en alto también por ellos, porque, como hemos visto, ellos podríamos ser nosotros.

Por ahora ha habido ya algunas iniciativas concretas que apuntan a esa transformación. La reorientación de un porcentaje importante de los cuantiosos recursos destinados a los partidos políticos para el proceso electoral de 2018, por ejemplo, o la creación de un organismo ciudadano que se encargue de gestionar y canalizar los recursos que todos —Estado, empresarios, organizaciones y ciudadanos— deberemos aportar para la reconstrucción de las ciudades dañadas, y más importante aún, que pudiera encausar de mejor forma toda esa energía y esas ganas de participar que ha mostrado la gente en las calles, ante la ineficacia de las instituciones políticas, los partidos principalmente.

Es un buen momento, pues, para pensar en el país que queremos y ponernos a hacer lo que a cada uno le toque para llegar allí. Más de una vez México ha demostrado crecerse al castigo. Somos un país riquísimo en recursos naturales y humanos. Que la trágica sacudida sirva para terminar de despertar una vez más al pueblo noble, combativo y solidario que ha construido nuestra nación. Un pueblo, sin embargo, pobre y desigual, jodido e inseguro, cuya soberanía está secuestrada desde hace tiempo para beneficio de unos cuantos.

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