Ezra Shabot

Populismo ruso

En cada movimiento populista del siglo XXI, el desencanto y el enojo de una parte de la población permitió encumbrar a un líder carismático.

El populismo, entendido como ese modelo autoritario capaz de encumbrar en el poder a un líder carismático, cuyo objetivo es el de controlar la mayor cantidad de variables presentes en un régimen democrático para transformarlo en un instrumento a su servicio, ha ido creciendo de forma significativa en el planeta durante las primeras décadas del siglo XXI. Desde Putin en Rusia, pasando por Trump en Estados Unidos y aterrizando en las catastróficas experiencias de la Venezuela de Chávez y la Argentina de los Kirchner, todas y cada una de estas historias parten del principio de saber aprovechar el desencanto y enojo de un segmento de la población, para saberlo explotar con astucia y así ganar procesos electorales y desde ahí construir gobiernos autocráticos.

La Rusia de Putin se construyó como una cleptocracia surgida del fracaso de la transición democrática de la Rusia soviética de Gorbachov y Yeltsin y el ascenso al poder de una alianza de exagentes de la KGB con la recién nacida plutocracia, producto de un capitalismo delincuencial que dominó la vida política rusa a inicios de este siglo. Su debacle económica y de influencia política a nivel internacional hicieron del viejo sueño imperial una realidad inalcanzable hasta la llegada del populismo encarnado en la figura de Putin. El exagente de la KGB reconstruyó la narrativa del imperio zarista, eliminó la democracia, la crítica, los medios de comunicación libres, y tras la invasión a antiguos territorios soviéticos, hizo renacer el sueño de Rusia como potencia mundial.

La anexión de Crimea, la guerra en Ucrania y otras aventuras, fueron el inicio de esa ambición por regresar a la ligas mayores de la política internacional. La inversión en tecnología cibernética, y su asociación con WikiLeaks, de Julian Assange, así como la adquisición de un elemento de la inteligencia norteamericana como Edward Snowden, le permitieron al gobierno de Putin ampliar su participación directa en procesos político electorales en Occidente. Lo hicieron en los comicios electorales de Estados Unidos, al ofrecer información confidencial sobre Hillary Clinton en lo que es hoy la punta del iceberg de su participación en el triunfo de Trump.

Los intentos de Putin por influir en favor de Marine Le Pen en Francia fracasaron, al igual que con los independentistas catalanes. En todos los casos, se trató de favorecer opciones populistas con gran contenido nacionalista, que rompe el concepto de globalización que se expresa plenamente en la Unión Europea, o en un Estados Unidos abierto a la inmigración, incluyente y corresponsable como superpotencia de lo que ocurre en otras partes del mundo. La apuesta del populismo ruso es la de la fragmentación y la vuelta a modelos cerrados que le permitan aumentar su poder en detrimento de las verdaderas potencias mundiales.

Por ello las denuncias de los propios servicios de inteligencia norteamericanos, en el sentido de que Rusia intentará volver a influir en las elecciones de noviembre en la Unión Americana, o que lo hará en la elección mexicana de julio, son reales y no malos chistes de López Obrador. De hecho, la agenda de Morena y AMLO, contraria a las reformas aprobadas en energía y educación, entre otras, así como su visión proteccionista de la economía, se ajusta plenamente al tipo de gobiernos que Moscú quiere para la región, y de hecho para el mundo entero.

Más allá de si los voceros de López trabajan en la televisión de Putin (Russia Today), si Andrés Manuel pretende deslindarse de su vinculación rusa, debería de modificar su visión anacrónica de un nacionalismo revolucionario, que sigue siendo un peligro para la integración de México a la economía productiva que puede sacar a los millones de mexicanos de la pobreza.

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