Ezra Shabot

Ley y justicia

Creerse poseedor de la virtud individual para hacer justicia por encima de las leyes es un error de graves consecuencias para un líder con gran carisma y popularidad.

Ezra Shabot

El mundo moderno en la conceptualización de Locke y Rousseau, insistía en la necesidad de que el Estado contara con instrumentos lo suficientemente precisos y efectivos para regular la convivencia social, dirimir las diferencias entre los individuos, castigar a los criminales y proteger la vida y las propiedades de los miembros de la sociedad. La norma obligatoria, denominada "LEY", garantizaba la impartición de la justicia, basándose en una abstracción que igualaba a todos y los convertía en sujetos sometidos a una sola forma de comportamiento obligatoria para todos.

Esto crea el dilema de la aplicación de la ley por igual a poderosos que a débiles, a dueños de poder y riqueza que a desposeídos e indefensos, de ahí la necesidad de los jueces de interpretar la ley en función de la realidad social que se vive para obtener la anhelada justicia por encima de subjetividades inaceptables, pero tampoco limitada por una legalidad estricta que no pueda percibir las diferencias reales existentes entre los individuos a la hora de aplicar la ley.

De ahí surge la llamada jurisprudencia o interpretación de las leyes para determinados casos, en un intento de conciliar la aplicación de la ley con la impartición de justicia. En todo caso, la discusión no está en la dicotomía entre justicia y ley, como lo plantea el presidente López Obrador, sino en cómo hacer de los órganos encargados de aplicar la norma legal instrumentos que se acerquen lo más posible a la noción de justicia, basada en la aplicación expedita y equilibrada de leyes que sirvan de manera eficiente a débiles y a poderosos.

Contraponer la ley a la justicia, cuando se considera que la primera obstruye a la segunda, nos remonta a la época premoderna, donde el concepto de justicia dependía de la visión propia de cada grupo o estamento. Justicia divina, justicia monárquica, o justicia revolucionaria, donde los valores y concepciones de individuos desiguales producen conceptos totalmente subjetivos sobre lo que es válido para unos e inaceptable para otros. La igualdad de todos ante la ley es lo que permite compatibilizar ley y justicia. Si, como dijo el primer mandatario, "la disyuntiva es entre justicia y ley, hay que optar entonces por la justicia", regresaríamos en el mejor de los casos a la prevalencia de la justicia de los fuertes frente a los débiles; y en el peor, a la del Estado dictatorial en donde un solo hombre determina qué es justo y qué no lo es, en un retorno a la ley de la selva o al totalitarismo que retuerce el Estado de derecho para favorecer un concepto de justicia basado en la superioridad de unos frente a la inferioridad de los demás.

El hacerse justicia por propia mano o no conducirse dentro de las limitaciones del debido proceso, son tentaciones enormes ante el poder del crimen organizado y su falta de apego a las leyes establecidas. Pero dentro de ciertos márgenes de tolerancia que le permitan ser eficiente, el aparato de procuración e impartición de justicia en un Estado de derecho debe sustentarse en la aplicación de la ley, reduciendo al mínimo posible el margen de discrecionalidad en lo que la autoridad considera justo o injusto en su propia escala de valores.

Creerse poseedor de la virtud individual para hacer justicia por encima de las leyes, es un error de graves consecuencias para un líder con gran carisma y popularidad que presume interminable. En un país como México, donde la debilidad de los órganos de justicia es patente, suponer que la solución es acabar con las instituciones para sustituirlas por la voluntad de un Poder Ejecutivo puro e incorruptible, es una utopía que puede costarnos muy caro en el combate diario al crimen organizado.

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