Coordenadas

China: ‘el elefante en la sala’

Con China, México debe cooperar sin ingenuidad y competir sin estridencias. Ni romanticismo ni fobia: reglas.

La relación comercial entre México y China está entrando a una fase de cirugía mayor.

No se trata de una suma de medidas dispersas, sino de un rediseño que cruzará toda la estructura productiva del país y pondrá a prueba nuestra destreza diplomática.

El telón de fondo es claro: el gobierno mexicano anunció una nueva política comercial que fija aranceles de 10 a 50 por ciento a 1,463 fracciones arancelarias de productos finales provenientes de países sin tratado de libre comercio.

En ese universo, China —segundo proveedor de México y principal socio entre las economías sin TLC— queda directamente en el radar.

La señal política es inequívoca: México busca ordenar sus flujos, elevar el contenido regional y dejar claro a su principal socio, Estados Unidos, que no seremos “puerta trasera” para mercancías que busquen evadir aranceles o reglas de origen del TMEC.

La coyuntura diplomática lo confirma: hubo un encuentro reciente entre el secretario de Economía, Marcelo Ebrard, y el embajador de China en México, Chen Daojiang. A la par, la presidenta Sheinbaum ha expresado su interés en sentarse a negociar.

El desequilibrio bilateral otorga a México una palanca que rara vez ha tenido. El déficit comercial con China rondará este año los 120 mil millones de dólares, con exportaciones mexicanas del orden de 12 mil millones en 2025.

La asimetría es tal que cualquier represalia china sobre nuestras ventas sería incapaz de compensar el impacto del encarecimiento que México impondría a un amplio abanico de importaciones chinas. Es decir, el poder de negociación mexicano hoy nace menos del músculo exportador al mercado chino —modesto— y más del tamaño de nuestro mercado interno como destino de la proveeduría china.

La clave será usar esa palanca sin estridencias, con criterios técnicos y con un objetivo único: sanear cadenas, no ahogarlas.

El reto político es de equilibrios finos.

Por un lado, Estados Unidos presionará para que México endurezca aún más los filtros y profundice la trazabilidad: un interés que ya han expresado figuras con experiencia en esa agenda, como Robert Lighthizer, quien ha señalado que China es “el elefante en la sala” en la relación entre nuestros dos países.

México no puede abrir un frente de confrontación con China que encarezca insumos clave o rompa procesos productivos donde no existe aún sustitución regional viable.

El arte estará en modular los instrumentos: aranceles como palanca temporal; verificaciones aduaneras más inteligentes; y reglas de origen aplicadas con rigor quirúrgico en sectores sensibles —autopartes, acero/aluminio, electrónicos finos, textil-confección—, sin convertir la excepción en regla.

La conversación real comienza en la fábrica. Si México aspira a consolidar el nearshoring, debe mover el centro de gravedad de su política: de la aduana al diseño.

El objetivo no debe ser solo “sanear importaciones”, sino elevar el contenido regional y tecnológico de lo que exportamos a Norteamérica. Eso implica tres compromisos: (1) atraer inversión —incluida la china— condicionada a transferencia de valor (ingeniería, centros de pruebas, moldes, software embebido, propiedad intelectual); (2) desarrollar proveedores de segunda y tercera capa, con financiamiento, certificaciones y acompañamiento técnico, para que el “made in Mexico” no sea únicamente ensamblaje; y (3) construir trazabilidad digital desde el primer tornillo: sin cadena de custodia documental y tecnológica, no hay certidumbre regulatoria duradera.

Las aduanas, a su vez, necesitan una revolución silenciosa. Digitalización plena, escaneo no intrusivo, perfiles de riesgo, interoperabilidad con socios y sanciones creíbles para quienes intenten triangulación o subvaluación.

Cada minuto ganado en frontera y cada factura electrónica bien integrada valen más que un punto arancelario. Es en esa reingeniería de procesos —poco vistosa, pero decisiva— donde México puede anclar su reputación: cumplimiento confiable, tiempos predecibles y transparencia que reduzca la discrecionalidad.

El mapa sectorial sugiere caminos diferenciados.

En automotriz y autopartes, el cumplimiento del TMEC exige control fino del origen de aceros, aleaciones y componentes electrónicos. En electrónicos y electrodomésticos, la agenda es pasar de “plataformas atornilladas” a “plataformas diseñadas”, con módulos estandarizados y proveedores locales. En textil-confección y calzado, la competencia china obliga a combinar verificación dura con programas de productividad, formalización y diseño de marca propia. En bienes de capital y energías, conviene distinguir entre insumos donde la región aún no alcanza escala —que deberán importarse con reglas claras— y capacidades estratégicas que México debe promover por razones de seguridad económica.

La dimensión financiera tampoco es menor. El mayor cumplimiento y la verificación tendrán costos. Para que no terminen estrangulando a las Pymes exportadoras, se requiere un “kit” público-privado: garantías, factoraje de cadenas, créditos para certificaciones y plataformas compartidas de trazabilidad. Si el cumplimiento es un bien público, su financiamiento debe reflejarlo.

En el frente diplomático, México necesita un guion pragmático: cooperación con China en lo que suma —infraestructura no crítica, manufactura integrada al TMEC, transición energética donde haya espacio— y límites claros en lo sensible —datos, telecomunicaciones, logística estratégica—.

Un diálogo maduro parte de reconocer intereses, no de negarlos. La negociación comercial, por tanto, debe anclar expectativas: China tendrá claridad sobre la cancha y sus reglas; Estados Unidos sabrá que México no busca atajos; y los productores nacionales verán que el Estado no juega a la ruleta regulatoria.

De aquí emergen tres escenarios posibles. (1) Convivencia regulada: México mantiene aranceles selectivos y eleva el estándar de verificación; China ajusta su oferta a las reglas del TMEC y provee donde no hay sustitutos. (2) Competencia en ascenso: escalada de defensas y contramedidas moderadas; cadenas tensas, pero funcionales. (3) Ruptura abrupta: un choque geopolítico dispara controles extremos y encarece insumos, con impacto directo en inflación y empleo manufacturero. El primero exige constancia técnica; el segundo, amortiguadores; el tercero, planes de contingencia que hoy son incipientes.

¿Qué conviene a México? Apostar por la convivencia regulada, pero con ambición. Ambición de sofisticación productiva —no solo más plantas, sino más ingeniería—; ambición de datos —trazabilidad como lengua franca—; y ambición de Estado —una política industrial que coordine, mida y rinda cuentas.

La palanca existe: un mercado interno relevante para la proveeduría global, la cercanía con el mayor importador del mundo y una red de tratados que premia el contenido regional.

Con China, México debe cooperar sin ingenuidad y competir sin estridencias. Ni romanticismo ni fobia: reglas. Si afinamos ese contrato —aranceles como bisagra, verificación como espina dorsal, inversión condicionada como motor y diplomacia económica como aceite—, podremos convertir un riesgo en ventaja.

El mensaje final es sencillo: menos ruido y más procesos; menos improvisación y más trazabilidad; menos dependencia y más capacidades propias.

En ese terreno, donde se suman la fábrica, la aduana y la negociación entre gobiernos, se decidirá el próximo capítulo de la relación comercial con China.

Y ahí, México tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de escribirlo con pulso firme.

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