Enrique Cardenas

Unos cambian y otros no

‘Nos encontramos en medio de una crisis de los partidos y de representación democrática, con una herencia de gobiernos que arroparon la corrupción y se olvidaron de las clases más desprotegidas’.

Acabo de terminar de ver la miniserie “1994″ sobre el asesinato de Colosio y me ha hecho reflexionar. No cabe duda que el país inició una larga etapa de cambio a raíz de los años ochenta y que tuvo un momento de impulso en los noventa. Pero este cambio no fue en todo, no todos los actores cambiaron y, quienes lo hicieron, tampoco lo hicieron para bien necesariamente.

Colosio veía la necesidad de reformar profundamente al PRI, enfocarse a los más pobres, fortalecer las clases medias y promover el crecimiento económico, en un ambiente de mayor democracia y límites al poder. En ese momento, no muy lejano de la apertura en la Unión Soviética a raíz de la caída del muro de Berlín en 1989, se percibía una necesidad de apertura política, el combate profundo a la desigualdad y la pobreza, en medio de un mundo cada vez más globalizado. Su asesinato el 23 de marzo de 1994 truncó esa visión.

Por su parte, las reformas económicas iniciadas por De la Madrid y reforzadas por Salinas, especialmente la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), la reprivatización de la banca y la autonomía del Banco de México, y años más tarde complementadas por la autonomía del Poder Judicial y su transformación por Zedillo y la ciudadanización del INE, así como la paulatina creación de lo que serían los actuales órganos constitucionales autónomos, daban pauta de un camino a seguir que, por cierto, hoy es vilipendiado. Había un intento por restarle poder al presidente, distribuirlo de manera que hubiera ciertos balances, y que la población se convirtiera, paulatinamente, en ciudadanía.

En el ámbito económico el reto mayor provino de la entrada en vigor del TLC en 1994, que introdujo competencia descarnada a la mayor parte del sector privado. Sólo el monopolio de las paraestatales energéticas, y alguna que otra más, quedaron protegidas por el Estado. El resto del sector privado, unos de inmediato y otros con un margen de tiempo que llegaba hasta 15 años, tuvieron que acoplarse a las nuevas circunstancias que lanzaban a México a la globalización. A raíz de ello las exportaciones mexicanas iniciaron un doble cambio: aumentaron su valor varias veces más rápido que el resto de la economía, de modo que llegan actualmente a más de 365 mil millones de dólares, que casi representan el 40% del PIB (en 1994 eran solamente el 11.5% del PIB) y, segundo, ahora la mayor parte son manufactureras y agroindustriales. Hubo una despetrolización acelerada de la economía, pues las exportaciones petroleras disminuyeron de 75% del total exportado al inicio de los noventas, a apenas un 7% en los últimos años. El sector privado, en una gran proporción, logró enfrentar el reto con éxito y sí, muchos empresarios se quedaron en el camino y tuvieron que migrar a otros sectores. En ese sentido, el sector privado, junto con el sector académico y de generación de conocimiento, hicieron lo necesario para competir de tú a tú a nivel internacional.

No se puede decir lo mismo de la clase política. A los aires de cambio democrático que se respiraban en México y el mundo, la clase política, en lo general, no respondió. Los partidos políticos no transformaron sus modos internos de representar a la sociedad, no modificaron la formación de sus cuadros ni la selección de sus candidatos, no tuvieron la fortaleza para establecer mecanismos internos de control en contra de la corrupción de algunos de sus miembros, sino que prevalecieron la impunidad y el pragmatismo de corto plazo por encima de los principios. Se alejaron cada vez más de la sociedad que supuestamente deben representar y traicionaron la confianza de la ciudadanía. Es cierto, algunos personajes y líderes se salvan de esa mala reputación, y decenas de miles de sus seguidores que todavía lo hacen por servir a México. Pero la mayoría de los líderes se quedaron cortos. No fueron capaces de estar a la altura de un nuevo México que se empezaba a dibujar, en un ambiente de mayor apertura política y económica, con más democracia y con el Poder Ejecutivo cada vez más acotado. Especialmente, con un árbitro electoral independiente.

Hoy nos encontramos en medio de una crisis de los partidos y de representación democrática, con una herencia de gobiernos que arroparon la corrupción y se olvidaron de las clases más desprotegidas. Esta situación ha sido aprovechada por el gobierno actual que, igual que sus antecesores pero con mayor responsabilidad al destruir o intentar destruir los cimientos de nuestra endeble democracia, tampoco está a la altura de lo que requiere el país. Más bien, López Obrador busca acaparar todo el poder y liquidar a nuestra democracia. Y la crisis de los partidos, no de ahora sino de hace años ya, es el contexto perfecto para la pérdida de derechos de los ciudadanos, para que la población vuelva a convertirse en pueblo, sujeto de dádivas que graciosamente el líder (o führer en alemán) tenga a bien otorgarles, y no sea poseedora de derechos que el ESTADO (con mayúsculas) le otorga a cada uno de sus ciudadanos.

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