Edna Jaime

Las huellas de AMLO en la arena de Acapulco

Hay que tener especial destreza (y frialdad) para descomponer un hecho doloroso en arsenal para ataques.

Todo gobierno en su caminar deja huella. Los gobiernos son aparatos con tal poder de decisión y uso de recursos que inciden en las realidades mucho más que lo de un individuo, muchas personas congregadas bajo un objetivo e inclusive empresas potentes pueden lograr. Gobiernos sin contrapesos pueden tener agilidad para avanzar proyectos loables o destruir a un país y sus posibilidades de desarrollarse plenamente. Apenas hace unas semanas, Luis Rubio escribía en su espacio del periódico Reforma que no existe el Buen Zar. Así que quitémonos de la cabeza la imagen del gobierno hiperefectivo, benevolente y todopoderoso que nos dará como concesión (en el mejor de los casos), lo que tenemos como derecho.

Las huellas de la presidencia de López Obrador ya están marcadas en la arena de nuestro acontecer. No como quisieran los radicales de su coalición, que han de sentir que la verdadera transformación está pendiente, pero suficientemente profundas para quienes sostienen (sostenemos) una visión liberal de la política en la que el buen gobierno y el buen gobernante son aquellos que están acotados por la ley e instituciones de control y contrapeso, porque no puede haber un buen gobierno si éste no reconoce los contornos en los que puede ejercer su autoridad legítimamente.

Para mí las huellas del gobierno de AMLO quedaron marcadas en Acapulco. Porque las emergencias ponen a prueba a todo gobierno y sociedades. Y las respuestas a la emergencia fueron tales que reflejan la naturaleza de la gestión de la administración vigente. Lo que hizo, no hizo, lo que dijo y lo emitió son, al final, su fiel retrato.

Hago algunos apuntes sobre lo que considero son las huellas de esta administración en el país. No podían no reflejarse en la tragedia en el puerto.

La desinstitucionalización. Es patente en el caso del Fonden. Este fideicomiso extinto en el 2021 no solo consistía en un instrumento financiero para enfrentar emergencias producto de fenómenos naturales. Tenía asociadas reglas de operación que establecían los parámetros de la acción gubernamental después de una emergencia. No eliminaba la politización en el uso de los recursos del todo. Sí, activaba mecanismos y criterios de distribución de ese fondo que ofrecían algunas certezas. Se activaba a partir de ciertos parámetros, se asignaba, de acuerdo a reglas, un estadio de institucionalización importante frente a lo que quedó después de su extinción. El Fonden se transformó en un programa presupuestal sujeto a las decisiones del Ejecutivo (y no hay buenos zares, les recuerdo). La propuesta de inversión en Acapulco es enorme, pero se dará en un marco de discrecionalidad. Todo el poder al presidente, así se lo propuso al extinguir el fidiecomiso y sus reglas.

El Ejército y sus funciones. Hoy está en todo, menos en lo importante. El Ejército mexicano, con toda su capacidad de organización bajo los esquemas de su propia gobernanza, hacía un trabajo notable frente a las emergencias. El aprecio que la sociedad les tiene nace de ese contacto en las tragedias. Es (¿era?) la cara del Estado mexicano cuando las instituciones civiles no podían responder y entrar en contacto con quienes estaban en desgracia. Las Fuerzas Armadas hoy ya no se reconocen, están en tanto, que ya no están presentes en lo importante. Ni en la disuasión por ser un factótum en la seguridad, tampoco en lo que hacían bien: llegar en el caos a poner orden.

Las capacidades desde local. No existen. Alcaldesa y gobernadora estuvieron ausentes. No hubo una respuesta desde lo inmediato, lo que refleja una pobre capacidad local. Es tan evidente que en Guerrero, el crimen organizado controla vastos territorios. No hay gobierno, o este es tan débil que no se siente, ni para el crimen, ni para los ciudadanos sumidos en una desgracia. En esta administración esa huella de abandono a lo local se exacerba porque el presidente quiere vítores de los que consideran sus subalternos, no a gobernantes bien plantados ejerciendo sus funciones. Porque entre menos poder en ellos, más capacidad de control para él.

La comunicación. El presidente no supo distinguir que el evento en Acapulco requería de transparencia. De inmediato convirtió el suceso en material para la lógica de su comunicación. Hay que tener especial destreza (y frialdad) para descomponer un hecho doloroso en arsenal para sus ataques. El resultado es muy duro: desinformación para quienes necesitaban conocerla con urgencia y un sentido de desconfianza enorme que impidió generar solidaridad en el momento. La comunicación del presidente la desactivó.

La sociedad civil. Siempre se crece frente a la desgracia. Encuentra mecanismos espontáneos de coordinación, lo que refleja un músculo muy importante para una sociedad que ha estado organizada y controlada desde el poder. Cinco y pico de años de constantes ataques han tenido efecto. Nos preguntábamos si organizaciones icónicas de este país tendrían la solvencia para canalizar ayuda a los damnificados. Pusimos en duda a aquellos actores que se la han rifado siempre en situaciones difíciles. Estas organizaciones no son satélites del gobierno ni administran clientelas ni forman parte de la estructura de los partidos que movilizan el voto. Son una reserva de ciudadanos que han aprendido a encontrar su espacio fuera de la vida partidista y el mundo que rodea al establishment político. Pues ni a ellas le confiamos, en una primera reacción, nuestro apoyo para atender la crisis. Huella indeleble de estos años de gobierno.

En la recta final de su gobierno, Otis nos mostró un legado. ¿Lo queremos sostener o deconstuir?

La autora es decana de la Escuela de Ciencias Sociales y Gobierno del Tecnológico de Monterrey.

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