Telón de Fondo

2025 un año crítico

Estamos ante el peor de los mundos posibles: los problemas no se resuelven, se restringen derechos, se recurre cada vez más a prácticas autoritarias y el cinismo y escepticismo social se acentúan.

Si algún título en materia política pudiéramos darle al año que está concluyendo, es el de la reconfiguración del Estado en México y podríamos poner muchos subtítulos: ¿Y el Estado de derecho? ¿Y la transición democrática? ¿Y el equilibrio de poderes? ¿Y cuándo fuimos convocados a semejante cambio?

2025 inició con la toma de posesión de Donald Trump, lo que sin duda marcó y seguirá marcando la gestión de la actual titular del Ejecutivo Federal. La amenaza de aranceles, de una revisión a fondo del T-MEC, la exigencia de frenar la migración y el acento en señalar al crimen organizado como una amenaza a su seguridad nacional —ahora extendido más allá de la frontera inmediata: Venezuela, Colombia, Centroamérica y el Caribe en la mira— ponen en la mesa nuevos focos de tensión y exigencias.

Por lo que hace a México, el 2025 inició con la materialización del legado de López Obrador. Durante el primer período de sesiones del Congreso de la Unión derivado de las elecciones del 2024, después de la inconstitucional sobrerrepresentación, se aprobó sin modificaciones y casi en su totalidad el llamado plan C.

Pieza clave de esas reformas fue la del Poder Judicial, con la que se resta autonomía e independencia a ese poder y se le copta políticamente. Durante el primer semestre de este año se continuó con la campaña de desprestigio que había iniciado López Obrador contra la integración de la SCJN, en particular contra su presidenta Norma Piña.

De hecho, esa campaña fue el sustento para justificar la reforma y la narrativa que llevó a la intromisión de todo el actual bloque gobernante en las elecciones del Poder Judicial el pasado junio, cuestión que su propia reforma prohibía. Con el cuento de “el país más democrático del mundo” se expone a los jueces a la popularidad —si es que acaso son reconocidos por el electorado—, con lo que sus sentencias estarán sujetas al aplauso de quien es beneficiario y no a la calidad de las mismas.

La cuestión no paró ahí. Con la Ley de Amparo, la 4T siguió escribiendo su guion sobre el Estado de derecho; con ella se restringe la posibilidad de que la ciudadanía pueda interponer recursos contra decisiones arbitrarias del gobierno. Por si fuera poco, los jueces tendrán que pensar al menos dos veces antes de emitir una sentencia contra el gobierno, ya que la reforma creó una instancia disciplinaria que vigilará el proceder de los juzgadores.

Lo que ahora vemos es la multiplicación de instancias de arbitraje al margen de las instancias judiciales; los particulares prefieren depositar la resolución de sus conflictos en manos de un tercero antes de llevar sus casos ante una institucionalidad judicial desacreditada.

Para cerrar el capítulo de la cooptación del sistema de administración de justicia, el año concluye con el cambio en la titularidad de la Fiscalía General de la República. Lustros procurando constituir un ministerio público profesional autónomo para terminar ante la evidencia de que el responsable de esa tarea no ha dejado de ser una pieza más del entramado político gubernamental. Así, prácticamente se cierra el capítulo por construir un entramado de instituciones autónomas que contribuyan al equilibrio del poder, restando paso a la arbitrariedad.

Del cambio en la reconfiguración del Estado, de eso estamos hablando. Volvemos a la concentración del poder en el Ejecutivo Federal, pero a diferencia del priismo, cuando el líder en turno veía su poder circunscrito a un período de seis años, aquí la actual titular confiesa ser la continuidad de un proyecto que la trasciende.

Los motivos pueden compartirse, si hablamos de combatir la inseguridad, la corrupción, la extorsión, el nepotismo y tantos otros lacerantes hechos que corroen el espíritu de una sociedad y minan su credibilidad en las instituciones, para hacer efectivo no el derecho, sino el viejo adagio “el que no tranza no avanza”, lo que normaliza un proceder de sobrevivencia alegal, por decir lo menos.

Estamos ante el peor de los mundos posibles: los problemas no se resuelven, se restringen derechos, se recurre cada vez más a prácticas autoritarias y el cinismo y escepticismo social se acentúan.

Las soluciones arbitrarias, por más loables que sean los fines, traerán consigo nuevos problemas, incluso en ocasiones más graves que los que se pretendieron resolver. Para muestra está la primera mitad del siglo pasado y, en un contexto más cercano, El Salvador o los tambores de guerra que hoy aturden al mundo.

Nada, por más grave que sea, nos debe llevar a renunciar a construir una sociedad sobre la base del respeto a las diferencias y la institucionalidad democrática.

El juicio anterior no obedece a un optimismo por obligación, sino que a lo largo de este año también vimos importantes manifestaciones sociales que pasaron de la queja tímida a tomar las calles, las carreteras y las plazas. Estamos ante hechos que denotan la existencia de una ciudadanía que exige soluciones y lejos está de ser adormilada por la narrativa gubernamental.

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