Dice el dicho popular que “nadie aprende en cabeza ajena”. El común denominador es que conocemos de los desatinos de otros y pensamos que jamás incurriremos en ellos.
De la misma manera, vemos lo que sucede en otros contextos y lo visualizamos como algo lejano, como los problemas de otros, frente a lo que estamos blindados.
Y si bien las historias individuales y sociales tienen sus particularidades, los patrones en común son muchos más de los que imaginamos, más aún en un mundo tan intercomunicado como en el que vivimos.
La erosión democrática no siempre llega con botas y decretos espectaculares; con mayor frecuencia entra por la puerta del “dejar hacer”, en esas pequeñas concesiones, “excepciones” justificadas por la urgencia, el enemigo en turno, la polarización rentable. Luego, cuando el costo ya es evidente, el daño suele ser estructural.
El pasado miércoles se otorgó el Nobel de la Paz a María Corina Machado y con ello se hace un reconocimiento al pueblo venezolano, que en las pasadas elecciones acudió masivamente a las urnas, se organizó para recopilar las actas de las votaciones y con ello demostró que el 67% del electorado votó en contra del régimen de Nicolás Maduro.
Sin duda hay que reconocer la figura de la señora Machado, quien ha persistido en su lucha por la restauración de la democracia en su país y ha denunciado los atropellos, pero sobre todo ha sido puntal de la unión de la amplia oposición para insistir en la vía democrática como la ruta a seguir para reconstruir Venezuela.
En tiempos donde la política se premia por la estridencia, el mérito de sostener un cauce institucional, cuando el adversario ha capturado instituciones, no es menor; es lo único que queda para reparar civilizadamente lo que está roto.
Es un reconocimiento a las oposiciones que han superado sus diferencias y que, más allá de protagonismos, han puesto por delante el interés superior y han entendido que solo con la unión es como se podrá reconstruir la institucionalidad de la sociedad venezolana.
La unidad no es un adorno retórico, es la condición mínima para hacer frente a un poder que, cuando se vuelve hegemónico, apuesta precisamente a lo contrario: dividir, aislar, desmoralizar y volver sospechosa cualquier coordinación ciudadana.
Y aquí otro reconocimiento, el que merece el pueblo venezolano que ha resistido no solo la propaganda, sino el desgaste. Porque organizarse para votar es una cosa; organizarse para defender el voto, documentarlo, resguardarlo y sostenerlo en el espacio público es otro. Ese músculo cívico es lo que mantiene viva una posibilidad democrática aun cuando el poder intenta reducir la política a obediencia.
Ante su ausencia en Oslo, su hija habló en su representación con una claridad de la que debemos aprender. Dijo con nitidez cómo a lo largo de 24 años se destruyó la sociedad e institucionalidad venezolana. En México tenemos que vernos en ese espejo; en nuestra historia de los últimos siete años podemos encontrar muchos paralelos. No entenderlo así puede llevarnos a la ruptura que se vive en el país sudamericano.
Porque el deterioro se presenta como “transformación”, “refundación”. Se presenta como la necesidad de “poner orden” en el Poder Judicial, de “corregir” a los órganos autónomos, de “alinear” a los árbitros electorales, de “depurar” a los críticos, de “regular” la conversación pública, de etiquetar la disidencia como traición o como privilegio.
Por eso la pregunta relevante no es si México “es” Venezuela, como consigna fácil para el debate partidista. La pregunta sería la que deberíamos hacernos: si en México están construyéndose condiciones para que la alternancia se vuelva un recuerdo y la democracia una palabra vacía.
Todos debemos vernos al espejo. Durante demasiado tiempo, la degradación venezolana se leyó con comodidad, como un caso excepcional, ajeno, “complicado”, demasiado polarizado para pronunciarse.
Y así se fue corriendo la línea. De la preocupación al relativismo, del relativismo a la resignación, de la resignación a la convivencia con esa realidad. El resultado está a la vista: persecución, exilio, cárcel para opositores, hostigamiento a la prensa, captura institucional, pobreza y fractura social. Cuando los derechos políticos se vuelven decorativos, todos los demás derechos empiezan a quedarse sin defensa.
La descripción del proceso venezolano parece un manual de cómo se destruye la institucionalidad democrática. Pero lo verdaderamente inquietante es que ese “manual” no requiere genialidad ni grandes mayorías eternas, solo requiere tiempo, control narrativo y una ciudadanía cansada. Por eso el Nobel a Machado y con ello el reconocimiento al pueblo venezolano y a la unidad opositora no es solo una nota internacional: es una alerta.
Una alerta para México para que no se confunda popularidad con legitimidad, ni mandato con permiso para desmontar contrapesos. La democracia se cuida en las reglas, en el trato al adversario, en la independencia de los árbitros, en el respeto al disenso.
Y la Dra. Sheinbaum sigue guardando silencio: “Sin comentarios”. En política exterior, el silencio también es un mensaje. Más aún cuando se trata de derechos humanos y de derechos políticos que no son un accesorio ideológico, sino el piso mínimo de cualquier democracia.