En una conversación reciente con un buen amigo, surgió la referencia a la columna que el maestro Enrique Quintana publicó en este mismo espacio editorial el día de ayer. Le agradecí que la trajera a colación porque su lectura resulta siempre valiosa para ordenar el debate. Curiosamente, esa charla me dejó una inquietud central: ¿hasta qué punto podemos pedirle a un solo instrumento de política económica que haga el trabajo de varios objetivos?
Esa pregunta se volvió inevitable tras la aprobación en la Cámara de Diputados del nuevo paquete arancelario que México aplicará a más de 1,460 fracciones para productos provenientes de países con los que no tenemos tratado de libre comercio.
Hay quienes observan en este paquete una señal clara de protección a la industria nacional. Otros lo leen como un mensaje hacia Estados Unidos en la antesala de la revisión del T-MEC. También están quienes lo interpretan como un esfuerzo por mejorar el poder de negociación frente a China. Y, más recientemente, se ha hecho evidente que el componente fiscal no es menor: la Ley de Ingresos 2026 contempla alrededor de 250 mil millones de pesos (mmdp) por concepto de aranceles, de los cuales 70 mmdp serían recursos adicionales respecto a 2025. Con todo, el punto esencial es que este único instrumento —el arancel— está siendo llamado a cumplir al menos cinco objetivos distintos. Vale enumerarlos.
Primero la protección industrial, que resulta ser la motivación histórica de cualquier arancel. En este caso, los sectores sensibles apuntan a autopartes, textiles, plásticos, electrodomésticos, muebles, juguetes y calzado. El diagnóstico del gobierno sugiere que parte de la competencia que llega desde Asia incorpora distorsiones: subsidios, financiamiento preferencial o condiciones laborales que presionan a la baja los precios. La medida pretende generar un respiro para la industria local, sobre todo para empresas pequeñas y medianas que compiten con márgenes estrechos.
Segundo, la recaudación, que no es un aspecto menor y, de hecho, es uno de los pilares centrales de la reforma. El aumento de tasas —que en algunos casos llega a 50%— junto con la incorporación de 316 fracciones que antes pagaban cero, genera una fuente adicional de ingresos para un erario que enfrenta compromisos significativos en 2026.
Tercero, la geopolítica y la negociación con Estados Unidos. La presión estadounidense respecto a la triangulación de importaciones chinas vía México ha sido clara. Al elevar barreras a productos de países con los que no tenemos TLC, México envía una señal de control y disposición para depurar cadenas de valor antes de la revisión del T-MEC.
Cuarto, la búsqueda de disciplina en cadenas de suministro. El paquete busca reequilibrar flujos comerciales evitando que el país se convierta en un simple punto de ensamblaje. Esto implica asegurar que los insumos que ingresan sin arancel realmente formen parte de procesos productivos destinados a la exportación y no terminen compitiendo internamente con manufactura nacional.
Quinto, la contención de ajustes de precios relativos y la presión inflacionaria. Paradójicamente, un instrumento que se usa para proteger empresas e incrementar ingresos también puede elevar precios al consumidor. El impacto esperado no es despreciable. Algunas estimaciones —incluyendo nuestro escenario en Finamex— apuntan a que la entrada en vigor en enero de 2026 podría añadir presiones al inicio del año. En nuestro caso, mantenemos una inflación estimada de 4.26% para el cierre de 2026, con la inflación subyacente en 4.61% bajo la hipótesis de implementación completa y traspaso moderado al consumidor final.
Hasta aquí, cada objetivo tiene cierta lógica en lo individual. El reto aparece cuando intentamos que todos convivan dentro del mismo instrumento. Lo que para la política industrial es un respiro para empresas, para la política fiscal es un mecanismo recaudatorio, para la política geopolítica es una señal hacia Washington, para la disciplina comercial es un candado operativo y para la política de precios es un factor que podría elevar costos. Como suele ocurrir, las tensiones son inevitables.
En política económica, intentar que un solo instrumento persiga tantos objetivos al mismo tiempo suele derivar en resultados disparejos. Un arancel que recauda bien quizá no proteja tanto; uno que protege puede alimentar la inflación; uno que envía señales geopolíticas puede restar competitividad; y uno que funciona como moneda de negociación puede quedar corto en ingresos.
Si el gobierno prioriza lo fiscal, el arranque de 2026 vendrá acompañado de presiones inflacionarias. Si privilegia lo geopolítico, veremos ajustes adicionales en el camino hacia la revisión del T-MEC. Si enfatiza lo industrial, habría que esperar políticas complementarias más robustas. Porque cuando un mismo instrumento pretende hacerlo todo, el verdadero reto es evitar que, en su intento de abarcar demasiado, termine logrando muy poco.
