Hay canciones que condensan las ideas. En “la más hermosa del mundo”, Joaquín Sabina enumera los pequeños guijarros que emulan los tesoros que guarda en su memoria, entre ellos: “mi yoyó, mi azulete, mi siete de copas”. Yo, si hiciera mi propia lista, podría parafrasear ese verso así: Mi yoyó, mi Schumpeter, mi siete de copas. Porque si algo enseña la historia reciente del pensamiento económico —y el Premio Nobel de Economía de este año lo confirma— es que las ideas más poderosas no envejecen: se transforman, se destruyen y se reinventan.
El Nobel de 2025 fue otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt, “por haber explicado el crecimiento económico impulsado por la innovación”. La mitad del premio fue para Mokyr, historiador económico que ha recordado a generaciones de economistas que el progreso no es una línea recta ni un destino garantizado. El crecimiento sostenido, escribe, requiere más que capital o tecnología: necesita una sociedad abierta al cambio, capaz de generar y transmitir conocimiento útil. Su trabajo rescata el legado de la Ilustración como punto de partida del crecimiento moderno: un momento histórico en que el saber dejó de ser privilegio y se volvió proyecto colectivo.
Aghion y Howitt, por su parte, pusieron ecuaciones a la intuición más famosa de Schumpeter: la destrucción creativa. Su modelo formalizó cómo las nuevas ideas reemplazan a las viejas, y cómo de ese ciclo de sustitución —de triunfo y ruina— emerge el crecimiento. En su versión más depurada, el progreso económico se entiende como un equilibrio inestable entre la invención y el desplazamiento: entre la empresa que innova y aquella que queda atrás.
Schumpeter describió este proceso con la belleza de un novelista y la precisión de un científico. En “Capitalism, Socialism and Democracy” escribió que “el proceso de destrucción creativa es el hecho esencial del capitalismo; el vendaval perpetuo que revoluciona incesantemente la estructura económica desde dentro, destruyendo la vieja y creando una nueva”. No se trata, pues, de un accidente, sino del motor mismo del sistema. Sin destrucción no hay creación; sin riesgo, no hay futuro.
Quizá esa mezcla de realismo y poesía explica por qué Schumpeter sigue vigente. Nació en 1883 en una ciudad del entonces Imperio austrohúngaro, fue ministro de Finanzas en la posguerra, banquero fracasado y académico brillante. Le gustaba decir que quería ser “el economista más grande del mundo, el mejor jinete de Viena y el mejor amante de Europa”, y aunque no sabemos si lo logró en los dos últimos frentes, del primero muchos coincidirán en que lo consiguió en su época. Su obra anticipó casi un siglo de debates sobre innovación, productividad y desigualdad.
El Nobel de este año lo coloca al centro de la conversación económica. En un momento en que el mundo parece moverse más por miedo que por esperanza, la destrucción creativa vuelve a recordarnos que el progreso requiere incomodidad. Que innovar es desestabilizar. Y que los países que temen al cambio suelen terminar estancados.
La elección de Mokyr, además, reivindica algo que la economía contemporánea tiende a olvidar: el papel de la historia y de las ideas. Como escribió Tony Yates, exasesor del Banco de Inglaterra, la mitad “idealista” del Nobel reconoce que el crecimiento depende también de lo que la gente cree: de las ideas que sostienen la confianza en el cambio. Cuando las sociedades dejan de creer en el conocimiento o en la ciencia, el progreso se detiene.
Pero también hay una lección materialista —Aghion y Howitt mediante— sobre las condiciones concretas que permiten innovar: la competencia, las instituciones, los incentivos. Su modelo matemático, heredero directo de Schumpeter, muestra que las empresas innovan no por altruismo, sino por supervivencia. La economía avanza gracias a la tensión constante entre quienes crean y quienes resisten.
El equilibrio entre ambas visiones —la cultural y la institucional, la idealista y la materialista— define el verdadero legado de este Nobel. Porque el crecimiento no ocurre solo cuando hay inventores geniales, sino cuando una sociedad permite que esas ideas florezcan y se multipliquen. En un año en que la economía global vuelve a mirar con escepticismo al futuro, este Nobel funciona como recordatorio: el crecimiento no es automático ni garantizado. Requiere mantener viva la curiosidad, la libertad y la capacidad de recomenzar.
Por eso, cuando vuelvo a escuchar a Sabina, pienso que cada yoyó y cada siete de copas son también símbolos de la reinvención. Entre mis tesoros guardo a Schumpeter: no solo como economista, sino como filósofo del cambio. Porque entender la economía, al final, es aceptar que nada permanece… salvo la necesidad de volver a empezar.
