A 40 y ocho años de los sismos de 1985 y 2017, respectivamente, el país tiene la oportunidad de transformar la tragedia en una plataforma de futuro, con gobernanza sólida, prevención, preparación, inclusión social y visión de largo plazo.
Han pasado ocho y 40 años desde los sismos de septiembre de 2017 y 1985, respectivamente, y la experiencia mexicana sigue ofreciendo lecciones cruciales. Más allá de las lamentables pérdidas humanas, las cifras de daños y de las obras de reconstrucción, los terremotos dejaron en claro que la resiliencia sísmica no depende únicamente de soluciones técnicas: es, ante todo, un asunto de gobernanza, prevención, preparación, equidad, inclusión y visión de largo plazo.
Los sismos revelaron la fragilidad de comunidades tanto rurales como urbanas. En muchas de ellas, la alta concentración de viviendas autoconstruidas generó pérdidas significativas; en la Ciudad de México y otras poblaciones, las vulnerabilidades estructurales, la deficiente calidad de la construcción y el deterioro de edificios de mediana altura sin mantenimiento adecuado amplificaron los daños. La disparidad regional en capacidades técnicas, recursos económicos y aplicación de reglamentos de construcción, a veces inexistentes o anticuados, fue determinante en la magnitud de la afectación y en la velocidad de recuperación. La vulnerabilidad quedó marcada por las diferencias entre quienes pudieron reparar rápidamente y quienes, a falta de recursos o apoyo institucional, quedaron rezagados durante años.
La solidaridad ciudadana fue inmediata y ejemplar. Miles de voluntarios se movilizaron para apoyar en labores de rescate, distribución de víveres y acompañamiento a las víctimas. Sin embargo, la falta de coordinación entre agencias gubernamentales, organizaciones sociales y el sector privado, así como la distribución desigual de la ayuda, evidenciaron la urgencia de contar con protocolos de emergencia más claros, profesionalizados y transparentes. La emergencia mostró tanto lo mejor como lo más frágil de nuestro entramado social. Al mismo tiempo, iniciativas como Verificados 19S demostraron el potencial de la sociedad digital para combatir la desinformación y mejorar la respuesta en momentos críticos.
El Programa Nacional de Reconstrucción de 2017 representó un paso hacia una estrategia integral que incluyera vivienda, educación, salud y patrimonio cultural. Sin embargo, la ausencia de metodologías unificadas de evaluación de daños y de una plataforma de información común retrasó la intervención. Aun así, los avances normativos posteriores fueron significativos: se actualizaron las Normas Técnicas Complementarias de la Ciudad de México y se creó una norma específica para la evaluación y rehabilitación de edificios existentes, consolidando el tránsito hacia diseños que reduzcan el daño de la estructura y sus contenidos. Por primera vez se sentaron las bases de un marco más sólido para la rehabilitación estructural.
En paralelo, se han impulsado reformas legales. La propuesta de una nueva Ley de Construcciones para la Ciudad de México busca asignar responsabilidades claras a los actores y formalizar el marco regulatorio. De aprobarse, podría convertirse en modelo para otras entidades del país. Sin embargo, los marcos legales son insuficientes si no se acompañan de capacidades reales de aplicación y de una cultura de cumplimiento. También se debe reconocer el papel de fundaciones privadas y socios internacionales, que cubrieron vacíos financieros en la reconstrucción de vivienda y patrimonio cultural. Aun así, la baja penetración del seguro contra sismos sigue dejando a familias y pequeños negocios en riesgo económico extremo, lo que limita las posibilidades de recuperación a largo plazo.
El futuro exige pasos estratégicos. México necesita fortalecer la coordinación nacional en gestión del riesgo —como regresar el tema a la Secretaría de Gobernación—, reinstaurar fondos federales para la prevención y recuperación temprana, profesionalizar la evaluación posdesastre, así como garantizar programas permanentes de capacitación de las partes involucradas, en especial en la construcción. Es indispensable promover diseños estructurales más robustos y fomentar una cultura de aseguramiento que no dependa solo de la buena voluntad de algunos. Pero, sobre todo, se requiere un cambio cultural profundo en el gobierno, las partes involucradas en la edificación y la infraestructura, así como en la sociedad civil: pasar de la reacción a la prevención, de la improvisación a la planeación y de la desigualdad a la inclusión.
Los terremotos de 1985 y 2017 recordaron que la vulnerabilidad es, además de física, institucional y social. La resiliencia no se construye mediante un decreto ni en un ciclo político; se cultiva con visión de largo plazo, con gobernanza sólida y sostenida, así como con comunidades empoderadas. México tiene hoy la oportunidad de transformar esa experiencia dolorosa en una plataforma de futuro, con el esfuerzo de todas y todos, capaz de salvar vidas y de construir un país más seguro, equitativo y preparado frente a los desafíos sísmicos que, sin duda, volverán a presentarse.
