Hoy, el Banco de México cumple 100 años. Un siglo que, a primera vista, podría parecer un dato anecdótico. Pero basta mirar la historia económica del país para comprender la magnitud de esta institución en la vida nacional. Desde su fundación en 1925, en pleno periodo posrevolucionario, se convirtió en un pilar sobre el que se empezó a edificar un nuevo Estado en México.
En el proceso de creación del banco, desde luego destacaron las decisiones técnicas, pero las decisiones de orden político también fueron relevantes. México venía de años de profunda inestabilidad y era necesario “construir confianza”.
La economía estaba fragmentada, había una alta dependencia de materias primas sujetas a precios internacionales, circulaban billetes emitidos por numerosos bancos y la inflación afectaba a todos los mexicanos. En este contexto, el Gobierno entendió que hacía falta una institución bancaria fuerte, técnica y confiable. El Banco de México surgió entonces como una expresión temprana de institucionalismo, con la conciencia de que el progreso del país estaba condicionado a reglas claras y permanentes, que limitaran el alcance de decisiones arbitrarias.
En un país acostumbrado a cambios abruptos en los ámbitos económico, político y social, la estabilidad del Banco de México ha sido su marca distintiva frente a muchas otras instituciones. Los mexicanos hemos aprendido que, pase lo que pase, las decisiones de política monetaria del banco se toman en estricto apego técnico y con base en su mandato constitucional: proteger el poder adquisitivo de la moneda. Su autonomía, que data de abril de 1994, no solo blindó al banco de presiones políticas, también lo consolidó como un ancla de estabilidad, como un faro guía ante la incertidumbre económica.
El Banco de México es símbolo de continuidad. Ha prevalecido ante gobiernos emanados de distintos partidos, crisis económicas, cambios políticos profundos y transformaciones sociales. Su fortaleza reside en que no depende de una persona ni de un partido, sino de reglas claras que aseguran la permanencia institucional. En este sentido, cumple un rol que va más allá de la economía: es un referente de estabilidad y confianza, un modelo de funcionamiento institucional a seguir.
Hoy, al celebrar su centenario, es posible decir que el banco central es un actor “discreto”, pero ni lejano ni abstracto de la sociedad a la que sirve. Cada decisión que toma impacta en la vida cotidiana de millones de mexicanos, en su interacción con los temas económicos y financieros: contratos, inversiones, créditos, ahorro. Es la confianza de saber que la moneda mantiene su valor, que las reglas del juego no cambian de la noche a la mañana.
En términos de una amplia visión de Estado, un banco central sólido es una condición indispensable para la viabilidad del contrato social. Su trayectoria nos recuerda que la institucionalidad no es un concepto teórico o académico, sino la base de la certidumbre y la estabilidad que todos necesitamos para tomar decisiones, principalmente, de índole económico.
Además, su prestigio ha trascendido fronteras. Comparado con otros países de la región, donde la inflación y la inestabilidad han marcado ciclos históricos, México ha mostrado ser un caso distinto, con un banco central respetado y con credibilidad. Esta reputación no solo fortalece la economía, sino que también proyecta la seriedad del país en el ámbito financiero internacional.
Celebrar el centenario de nuestro banco central es también celebrar la capacidad de una institución para adaptarse y perdurar frente a los desafíos del tiempo. Más que números o políticas, su legado reside en la confianza que inspira en todos los actores económicos y sociales, y en cómo su actuación consistente ha permitido que México enfrente cambios globales y locales con un referente sólido al que recurrir.
La historia del Banco de México demuestra que la fuerza de una institución no se mide solo por su poder formal, sino por la influencia positiva y sostenida que tiene en la sociedad.