Abogado litigante especializado en materia civil y mercantil.
La reforma judicial ha dejado de ser una propuesta para convertirse en una realidad. México ha cruzado un umbral del que será difícil volver: el diseño del Poder Judicial ha sido reconfigurado desde su raíz. Los cambios no son meramente estructurales o técnicos; son profundamente políticos, institucionales y, sobre todo, históricos.
Con la aprobación de esta reforma, se establece el mecanismo de elección popular para jueces, magistrados y ministros, bajo el argumento de “democratizar la justicia”. Este nuevo paradigma modifica radicalmente la forma en que concebimos la función jurisdiccional. Pero más allá del discurso, lo que ahora enfrentamos son las consecuencias prácticas, especialmente en el ámbito local, como el del Poder Judicial de la Ciudad de México.
El primer efecto será la incertidumbre institucional. La designación de jueces mediante votación popular plantea, de entrada, un cuestionamiento sobre el perfil de quienes ocuparán estos cargos. ¿Prevalecerá el mérito técnico o la capacidad de hacer campaña? ¿Qué garantías existen de que los nuevos titulares no deban su lugar a intereses políticos, corporativos o clientelares?
La Ciudad de México, por su densidad poblacional, diversidad social y complejidad jurídica, representa uno de los sistemas judiciales más exigentes del país. Las cargas de trabajo, la especialización de materias y la constante evolución normativa requieren de operadores jurídicos con experiencia, conocimientos sólidos y criterio independiente. Con el nuevo modelo, esa profesionalización corre un riesgo real de diluirse.
En segundo lugar, emerge el riesgo de la judicialización de lo político y la politización de lo judicial. Si los jueces deben responder al electorado, es previsible que busquen resolver con base en la aceptación social, y no necesariamente conforme a Derecho. La justicia podría empezar a leerse en clave electoral: lo popular por encima de lo justo.
A nivel práctico, esto tendrá impacto directo en la vida cotidiana de miles de personas y empresas que acuden cada año a los tribunales capitalinos para resolver conflictos civiles, mercantiles, familiares o administrativos. Los nuevos jueces estarán en la mira, cuestionados si han sido puestos bajo presión de actores políticos o grupos de interés, lo que podría mermar la confianza del ciudadano en las resoluciones judiciales que se tomen en sus asuntos.
Otro escenario preocupante es la inestabilidad o franca desaparición de la carrera judicial. Muchos jueces con trayectoria y formación sólida quedarán fuera del sistema por no haber sido electos, o por no querer someterse a un proceso que los expone públicamente. “No quise solicitar ser electa para algo que ya soy”, me comentó una juez con muchos años de experiencia antes de que la reforma fuera aprobada. La reforma provocará una pérdida de capital técnico difícil de reponer a corto plazo.
En el fondo, lo que está en juego no es solamente el funcionamiento de los tribunales, sino la naturaleza misma del Estado de derecho. La justicia debe ser imparcial, independiente y ajena a cálculos políticos. Su función no es agradar a las mayorías, sino proteger derechos, incluso —y especialmente— cuando hacerlo es impopular.
Ahora que la reforma es un hecho, el reto es mitigar sus efectos más nocivos. Será crucial que la sociedad civil, la academia y el propio gremio jurídico vigilen la implementación, documenten los retrocesos y propongan vías correctivas. No basta con lamentarse; es momento de asumir un rol activo en defensa de la legalidad.
El Poder Judicial de la Ciudad de México tiene frente a sí una etapa crítica. No está en juego sólo su estructura, sino su legitimidad y eficacia. La confianza ciudadana no se decreta, se construye con resultados. Y estos dependerán no de discursos, sino de hechos. De cómo se resuelven los juicios, de cómo se protege al débil frente al fuerte y de si la justicia sigue siendo un derecho o se convierte en un campo más de lucha política.
En el futuro próximo, los tribunales serán un espejo del país que queremos ser. Que ese reflejo no sea el de una justicia debilitada, manipulable o temerosa. Porque sin justicia, no hay desarrollo. Y sin desarrollo, no hay país.