Se está arraigando una tendencia peligrosa en la vida política estadounidense, una que amenaza no solo al periodismo y a la sátira política, sino también a las premisas fundamentales de una sociedad libre y abierta. Con una precisión perturbadora, Donald Trump está utilizando el concepto mismo de censura como arma para silenciar a sus críticos, y el deleznable y cobarde asesinato del activista de derecha Charlie Kirk solo ha inyectado una dosis de esteroides a esos esfuerzos -ahora preñados de oportunismo político- para acallar a voces críticas, opositoras y disidentes. Estamos presenciando cómo cobra forma un talante sigiloso de intimidación, esgrimida de manera facciosa por el titular de Ejecutivo, alcahueteando las instituciones del Estado.
Hasta que se dio el anuncio de la televisora ABC hace una semana suspendiendo el programa nocturno de comedia y sátira política de Jimmy Kimmel a raíz de sus comentarios sobre el asesinato de Kirk (este lunes, después de una andanada de críticas y cuestionamientos, Disney, dueña de la televisora, asentó que aquello solo era temporal y que regresaría al aire), era posible, si uno medio se hacía de la vista gorda, fingir que no se instrumenta desde el poder una perniciosa represión a la libertad de expresión. Ya de por sí la cancelación en julio del programa de otro comediante satírico, Stephen Colbert, atribuida a cuestiones financieras por la cadena CBS, no había dejado lugar a duda que las críticas mordaces de Colbert al presidente eran la verdadera razón. Pero el episodio con Kimmel tras una amenaza explícita de Brendan Carr, designado por Trump como cabeza de la Comisión Federal de Comunicaciones, en el sentido de revocar la licencia a ABC, ha volado la libertad de expresión en mil pedazos. Colbert, junto con Jon Stewart y David Letterman, advirtieron que el país se está deslizando hacia una autocracia.
La contradicción en el corazón de la narrativa de Trump dizque a favor de la libertad de expresión es sorprendente y alarmante. A pocos días de asumir de nuevo el cargo, el presidente firmó una Orden Ejecutiva titulada “Restaurando la libertad de expresión y poniendo fin a la censura federal”, posicionándose como supuesto defensor de esos derechos consagrados en la Primera Enmienda constitucional. Sin embargo, bajo esa retórica se esconde un patrón preocupante de acciones que silencian eficazmente voces disidentes y privan de financiación a instituciones culturales vitales que durante mucho tiempo han sido pilares de la vida intelectual y artística estadounidense. Porque la Administración Trump no solo ha presionado a televisoras para que atemperen su cobertura política y noticiosa; lo ha hecho con el Smithsonian para que modifique sus exhibiciones, asumiendo el control del Centro Kennedy para las Artes Escénicas y eliminando la financiación a la radiodifusora y televisión públicas, NPR y PBS, acusándolas de sesgo progresista. Y más recientemente, el presidente demandó al Wall Street Journal y luego al New York Times la semana pasada por criticar su gestión, y quiere usar la justicia como herramienta de venganza. Así se lo ha exigido explícita y públicamente a su Procuradora General esta semana. Es la cultura de la cancelación ahora esgrimida desde la derecha y, más preocupantemente, desde el poder.
Todo esto (que de paso hace eco de lo vivido en México los últimos seis años y pico), ahora turbocargado con el episodio Kimmel, a quien Trump detesta, sin duda pone de relieve lo que es una de las más importantes facetas del sistema internacional del siglo 21: el pulso entre sociedades abiertas y cerradas. Pero también apunta a un tema que va más allá de la tolerancia y pluralidad prevalecientes en una sociedad. Porque la sátira política -y la manera en la cual políticos y poder responden a ella- es, al final del día, una muestra esencial de madurez de una nación y de la salud y solidez de sus estructuras y prácticas democráticas.
Desde Aristófanes, pasando por Jonathan Swift, Honoré Daumier, George Orwell y Jorge Ibargüengoitia hasta Charlie Hebdo o ahora Kimmel, Stewart, Colbert y John Oliver en EE.UU, la sátira política ha existido en toda sociedad organizada y activa como una manera de interactuar con su sistema de gobierno. Se nutre de un silogismo bastante sencillo: a) los políticos que actúan mal o cometen errores serán objeto de escarnio; b) a los políticos no les gusta que se mofen de ellos; c) el escarnio hará que los políticos procuren comportarse mejor. De entre todos los países, es particularmente en Gran Bretaña y Estados Unidos donde hay una rica y larga tradición de sátira política, una que me tocó vivir y atestiguar de primera mano, como niño viviendo en Gales, y luego como diplomático mexicano en EE.UU. La revista Punch, grupos como Monty Python y programas como Yes Minister o el guiñol de Spitting Image han jugado un papel seminal en abonar una cultura de mofa del poder y de los políticos británicos. En EE.UU, revistas como The Onion o programas como Saturday Night Live han dado pie a South Park, The Colbert Report o The Daily Show, fusionando el comentario noticioso y la posición editorial con la comedia.
Esta rica tradición de sátira política en el mundo anglosajón ha obligado, desde hace muchas décadas, a los políticos estadounidenses a aprender a reírse unos de otros y de sí mismos, a la vista de todos y de manera constante. Tres de los eventos más relevantes del calendario político anual en Washington, las cenas del Alfalfa Club y Gridiron Club y la de corresponsales ante la Casa Blanca, tienen como elemento común y central que el presidente sea siempre no sólo un blanco de los chistes, sino que esté presente y recurra al humor auto irónico o lo esgrima ante otras figuras de la vida pública del país, abonando de manera esencial al discurso político y al sistema liberal de rendición de cuentas y de pesos y contrapesos. Es, aún con los muchos retos que hoy enfrenta la democracia estadounidense y la salud menguada de su andamiaje político y partidista, un baremo fundamental de civismo, tolerancia y pluralidad. No es sorprendente por ende que Trump, como presidente, jamás haya asistido a estos eventos.
Que saludable sería que otras naciones, incluyendo México, aprendiesen de esta práctica que desprotocoliza al poder público y lo obliga a confrontar, de manera regular, voluntaria y natural, la comedia y la sátira como un expresión democrática y un ejercicio de rendición de cuentas. Sólo hay que recordar que un líder o gobierno -o incluso una sociedad- que no tolera la sátira y el humor y que no sabe reírse de sí mismo, tiende a recurrir al autoritarismo. Y lo que hace que la campaña de censura de Trump sea singularmente insidiosa es la manera en la cual éste la presenta y justifica como antídoto contra la censura misma. Sus esfuerzos para litigar contra medios, las amenazas de revocar licencias y la retórica escalofriante dirigida a reporteros, comediantes y opositores con nombre y apellido se presentan no como censura y acoso, sino como defensa del “pueblo” contra las “instituciones elitistas” (¿les suena?). En esta narrativa retorcida hoy en EE.UU, el escrutinio se ha converido en coacción y la libertad de expresión en persecución.