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Discapacidad: la deuda social que ya venció

Ocho millones de mexicanas y mexicanos viven con discapacidad en un país que avanza en leyes, pero tropieza en la realidad. Las EERR revelan con crudeza las grietas del sistema de salud. Incluir no es un gesto simbólico: es una deuda estructural que ya vence.

Un niño de talla baja intenta subir al transporte público mientras su madre calcula si hoy alcanzará para otro traslado al hospital. Nadie lo empuja, pero tampoco nadie lo ayuda. La rampa no existe. La inclusión, en ese instante, tampoco.

Cada 3 de diciembre, el calendario nos recuerda que en México 8.8 millones de personas viven con alguna discapacidad. Las cifras son conocidas, los discursos también. Lo difícil —lo verdaderamente incómodo— es aceptar que, más allá de los avances legales, la inclusión sigue siendo una experiencia desigual, intermitente y, en muchos casos, un privilegio geográfico. Cuando esa discapacidad se cruza con una enfermedad rara, la vulnerabilidad se multiplica.

Las personas con enfermedades raras (EERR), como las MPS y la acondroplasia, entre otras, enfrentan tres batallas simultáneas: movilidad limitada, diagnósticos tardíos y acceso irregular a servicios especializados. No es un problema de voluntad individual, es una falla de engranaje institucional. En 2018, México dio un paso relevante al reconocer legalmente la talla baja como discapacidad y siete estados ya aplican el Escalón Universal. Son avances reales, necesarios. Pero siguen siendo islas de política pública en un mar de rezagos.

“La atención a las EERR no puede depender de la suerte o del lugar donde vivan los pacientes. Se requieren políticas públicas que garanticen diagnósticos oportunos, medicamentos disponibles y servicios accesibles en todos los niveles del sistema de salud”, afirma la doctora Juana Inés Navarrete, coordinadora de Genética de la Facultad de Medicina de la UNAM. La frase incomoda porque desplaza la responsabilidad del diagnóstico al entorno. Y tiene razón: una persona que vive con alguna enfermedad rara no está limitada por su genética, sino por la distancia al hospital, la escasez de especialistas, la ausencia de tratamientos oportunos y la fragmentación del sistema de salud.

En México, la mayoría de las EERR no se diagnostican o se detectan demasiado tarde. Para muchas familias, el camino hacia un diagnóstico preciso se convierte en una travesía de años, desgaste emocional y quiebres financieros. La salud, así, no solo duele en el cuerpo: también erosiona economías familiares completas.

Empero, mientras el código postal siga determinando la posibilidad de recibir atención, la inclusión será un concepto aspiracional, no una realidad cotidiana. Aquí el sector privado también tiene una responsabilidad ineludible. La innovación farmacéutica, los programas de apoyo a pacientes, la inversión en diagnóstico y la articulación con organizaciones civiles ya están ocurriendo, pero aún de forma fragmentada. La inclusión exige constancia, no campañas aisladas; presupuestos multianuales, no buenas intenciones sexenales.

Porque si algo ha demostrado la comunidad de personas con discapacidad —y quienes viven con EERR— es que la verdadera inclusión no se decreta: se construye todos los días, con rampas, con capacitación médica, con medicamentos disponibles, con transporte accesible, con empatía institucional.

Al respecto, la doctora Navarrete Martínez nos lo recuerda: “Solo a través de políticas sostenidas y acciones coordinadas será posible reducir desigualdades y asegurar que cada persona, sin importar su condición, pueda ejercer plenamente sus derechos”.

No basta con conmemorar. Incluir cuesta, pero excluir cuesta mucho más: en productividad, en cohesión social y en dignidad. La inclusión no debería ser una meta futura, sino un estándar presente. Y mientras no lo sea, seguiremos teniendo una deuda que crece con intereses humanos.

Sala de Urgencias

  • Dormir mal no solo cansa: también enferma. En México, una de cada 10 personas adultas podría padecer apnea obstructiva del sueño (AOS) sin saberlo, normalizando ronquidos, fatiga crónica y bajo rendimiento cuando en realidad enfrenta un trastorno con impacto cardiovascular, metabólico y cognitivo. La AOS es un ejemplo claro de cómo un padecimiento subestimado puede deteriorar lentamente la salud y la productividad sin hacer ruido en la agenda pública.
  • El tratamiento oportuno de la AOS mediante presión positiva continua en la vía respiratoria permite restablecer un descanso reparador, reducir la somnolencia diurna y disminuir riesgos cardiovasculares, neurológicos y metabólicos asociados. A ello se suman cambios indispensables en el estilo de vida —control de peso, evitar alcohol por la noche, mejorar hábitos de sueño— que convierten a la terapia en una intervención integral. Dormir bien deja entonces de ser un privilegio para convertirse en una acción preventiva con impacto directo en salud y productividad.

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