La campaña presidencial estadounidense de 1960 marcó un hito histórico. No sólo sepultó las viejas formas de hacer política –esas conversaciones al calor de la chimenea que se popularizaron en tiempos del New Deal y durante la campaña de la Gran Depresión con Franklin Delano Roosevelt–, sino que liquidó la centralidad de los programas y promesas políticas. Desde entonces, comenzó el dominio de la imagen y, sobre todo, la dictadura de las encuestas.
Hasta esa contienda entre Richard Nixon y John F. Kennedy, la política se construía en torno a un programa que se proponía y luego cada líder político tenía la libertad de decidir si lo cumplía o no. Pero con la serenidad y juventud de Kennedy, que lo llevaron a triunfar aquel 8 de noviembre de 1960 –ante el emblemático sudor y rigidez de Nixon, que mostró en uno de los debates pero que fue símbolo de su campaña–, se inició una nueva era.
Desde ese momento, la imagen pasó a valer más que cualquier compromiso, y el valor de la promesa política fue sustituido por la obsesión de medir la popularidad de los dirigentes.
A partir de ese momento, la vida política en el mundo quedó inundada por la lógica de las encuestas. Durante décadas, nos hemos vuelto esclavos de ellas, actuando más por percepción que por principios, más por lo que parece que por lo que realmente es.
Hoy nadie recuerda con claridad qué le prometieron ni por qué votó. El político que llegó con un discurso y a base de promesas se siente liberado del compromiso apenas aparece en la siguiente foto que lo reafirma en la escena pública.
Por eso, no me extraña que este 1 de octubre, en el primer aniversario de la presidenta Claudia Sheinbaum, fuera tan abrumadora la igualdad en los medios locales –todos tan afectados por la situación– al proclamar que este primer año de gestión había sido un éxito y que el sexenio sería una apoteosis.
No pretendo ser injusto. Reconozco que un estado de opinión favorable no es lo peor que le puede pasar a la presidenta o al país. Pero una cosa es el discurso de los sondeos y otra la sensación real del país. Si incluso las tecnologías sociológicas tienen dificultades para captar la popularidad y la verdadera aceptación hacia un dirigente, imagínese lo complejo que resulta transmitirla.
Lo más importante es comprender que, en política, ya no importa tanto el qué, sino el cómo se siente la gente. Es como un matrimonio: ¿durará? Mientras ambas partes estén bien o tengan motivos sólidos, seguirán juntas. Hoy por hoy, la boda y relación entre el pueblo de México y su presidenta no sólo parece sólida, sino que incluso transmite la idea de estar en buena esperanza. Naturalmente, el resultado natural de ese embarazo político sería un mejor futuro para el país.
Claro –aunque en este momento no me centraré en ello–, aún hay una lista larga de pendientes y de cosas que simplemente no están funcionando. Pero, mientras no afecten directamente a la mayoría, pareciera que no tienen importancia. Lo esencial es que los ciudadanos sigan recibiendo sus pensiones y puedan llenar los estómagos y poner el pan de cada día en la mesa.
Inevitablemente, llegará el día en el que tendremos que plantear lo que sucederá después. Las preguntas son: ¿después de qué? ¿Después de perder popularidad? ¿Después de perder el horizonte de desarrollo económico? Y es que no podemos dejar de lado que la duración del mandato está fijada y es claro lo que está plasmado en nuestra Carta Magna: seis años, ni uno más.
Los pueblos, por naturaleza, son volátiles y evanescentes. Pero quien conquistó el poder con propuestas y con una maquinaria electoral tiene la obligación de prever el momento del desencanto. Ese instante –ojalá lejano– no podrá enfrentarse con evasivas, sino con responsabilidad y transparencia. En este sentido, lo preocupante es que el termómetro de la moralidad y la rendición de cuentas parecen estar más centrados en Estados Unidos que en México, más que en lo que pasa día a día en nuestro país.
Son ellos quienes, según el vaivén de sus intereses y como método –hasta ahora eficiente– de negociación, destapan escándalos, suben la presión política, cancelan visas y colocan al país bajo sospecha. Y, mientras tanto, la pregunta sigue abierta: ¿dónde están nuestras propias instituciones, los responsables de investigar y hacer cumplir la ley?
Qué distinto sería México y qué bien nos vendría si, además de soportar las acusaciones y presiones externas, tuviéramos un sistema sólido, capaz de detener a los verdaderos responsables y de exigir cuentas a quienes lastiman y perjudican al país.
Quizás en otra historia, quizás en otro país; por ahora, no nos queda más que esperar y confiar en que la popularidad trascienda las encuestas. Esperar que la imagen se vuelva en acción y que los programas, esos interminables documentos de cientos de páginas, se traduzcan en una mejor calidad de vida y un verdadero y eficiente uso del poder.