Año Cero

Jugando a la guerra

El mundo está jugando a la guerra. Hoy esta guerra ya se puede decir que es entre Estados Unidos y la OTAN contra Rusia, a través de Ucrania.

Para muchos, el pasado 29 de junio, día en el que los miembros de la OTAN, durante la cumbre celebrada, firmaron la Declaración de Madrid, es un parteaguas en la historia moderna. No lo es sólo porque la OTAN –que era un elemento en crisis– ha sido completamente revivida debido a las actuaciones de Vladímir Putin y por el conflicto de Ucrania, sino porque ese día empezaron siendo 30 miembros y acabaron siendo 32. Si yo fuera el mandamás del Kremlin, observaría y tendría en mente que, haga lo que haga, lo único cierto es que, a partir de hoy, los sistemas de misiles de ataque y defensa y toda la red de estructura para prevenir una posible invasión estarán colocados a menos de 20 kilómetros de San Petersburgo. Lo estarán debido a la reciente aceptación de incorporar a Finlandia en la Organización del Tratado del Atlántico Norte y además se estarán bloqueando las vías de quienes, durante mucho tiempo, fungieron como los principales suministradores de algunas de las materias primas con uso militar y energéticas desde la Segunda Guerra Mundial.

El mundo está jugando a la guerra. Hoy esta guerra ya se puede decir que es entre Estados Unidos y la OTAN contra Rusia, a través de Ucrania. Con cada envío de armas que llega a Ucrania, se condena inevitablemente a dos cosas. Por una parte, se firma la sentencia de una batalla que seguirá costando un altísimo número de vidas humanas. Y, por la otra parte, cada día nos vamos adentrando más a un callejón sin salida. El habitante del Kremlin sólo tiene dos caminos: o le dice a su ministro de Asuntos Exteriores que comience la negociación para una paz honrosa o finalmente toca uno de esos muchos botones que significaría activar las armas de destrucción masiva y ataca para arrasar Ucrania. Lo peor del segundo escenario es que, probablemente, Ucrania no sería el destino final de Putin, sino que la ambición desmedida del líder ruso seguramente lo impulsaría a seguir hasta donde sus capacidades le permitan.

La decisión tomada el pasado 29 de junio en la cumbre de la OTAN de multiplicar e incrementar el presupuesto y las aportaciones de los países miembros en cuestiones de defensa, así como el incremento de tropas y elementos militares para garantizar la llamada seguridad colectiva, da un panorama preocupante. Si antes era una suposición sin fundamento por parte de Putin de sentirse acosado, tras esta decisión ahora sí tiene todas las razones para estarlo. Y es que ahora el mundo se ha puesto en serio a jugar a la guerra. El problema es que, se haga lo que se haga y cómo se haga, las consecuencias no sólo estarán limitadas a Europa, sino en el resto del mundo. Es como si, súbitamente, en la era del internet, se hubieran perdido todos los complejos y todos nos hubiéramos convertido en tiradores rápidos o en trigger happy –como dicen los ingleses– con la posibilidad que tenemos de atacar en cualquier momento. Sin embargo, como respuesta a lo sucedido, hay que reconocer que Putin no sólo cogió el fusil para enfrentar la amenaza, sino que cogió sus misiles y todo lo que tenía a la mano para escalar al punto en el que nos encontramos ahora. Y lo hizo provocando una escalada de tensiones, pero, sobre todo, de violencia, que tardaremos mucho tiempo en poder asimilar.

Pero, ¿qué más se puede decir de Putin? El líder ruso en estos momentos ha llegado a un punto en el que tiene que tomar decisiones concretas como, por ejemplo, la eliminación física y completa de Kiev o dejar de tener las actuaciones de Zelenski como un elemento que simplemente le haya ganado la guerra propagandística. También debe dejar de verlo como un elemento de distorsión frente a sus objetivos políticos.

La semana pasada, la guerra pegó un salto cualitativo que terminará afectándonos más pronto que tarde a todos. Se trata de una guerra en la que, repito, no hay más que dos caminos: o negociar la paz menos desastrosa o atacar con tal saña que creo que es imposible que se detenga en Ucrania. ¿Qué pasará el día en el que apunten sus misiles hacia los aviones estadounidenses que llevan armas para entregárselas al Ejército ucraniano? ¿Qué pasará en el momento en el que se escape un misil y que éste acabe impactándose en Polonia o en cualquiera de los países miembros de la OTAN? Están encantados diciéndose unos a otros que quien ataca a uno, ataca a todos los demás miembros de la OTAN. Pero si eso es así, hay que saber que la política que se está implementando actualmente deja muy pocos caminos, ya que, o bien la OTAN deja de rearmarse y de invertir en estrategias de disuasión militar o realmente invertimos los términos.

En muchas ocasiones, el mundo se ha vuelto loco. Y es verdad –como podría pensar un superviviente de Auschwitz– que siempre queda algo para contar. Sin embargo, hemos llegado a una situación en la que, o se le da al presidente ruso toda la región de Dombás de Ucrania, incluído Odessa, con lo cual se cierra la salida al mar Báltico desde Ucrania, o realmente se llega ya al escenario dantesco, no con cuatro, sino con cinco jinetes del Apocalipsis acechando. En este caso, el quinto de ellos estaría representado por todo lo que significa el hecho de tener grandes masas de gente habiendo superado la hambruna –como es el caso de China–, enfrentados ahora a la hambruna de los países llamados desarrollados y, sobre todo, a la falta de esperanza.

Perdido el liderazgo político. Caídos los modelos sociales y económicos. Estamos en un punto en el que parece que la salida a la inflación, a la deflación o a la quiebra es la guerra. No obstante, eso no es nuevo. Además, las guerras suelen provocar elementos de descontrol en aquéllos que salen victoriosos. Por ejemplo, en un momento determinado y, pese a dirigir un ejército de 500 mil hombres y a tener en frente a más de cinco millones de soldados –que era con lo que en ese momento contaba el Ejército ruso– el general Patton propuso a su gobierno invadir Moscú. Para él, la invasión sería la culminación de lo que él veía como el gran problema de la posguerra, que sería la convivencia con los comunistas. Un caso similar fue el que se dio después del fracaso de la Guerra de Corea, cuando el general MacArthur propuso usar una bomba nuclear sobre Pekín.

El general Patton murió en Berlín en un sospechoso accidente de tráfico antes de volver a Estados Unidos a reportarse con sus jefes. En cuanto al general MacArthur, éste fue escoltado camino a una corte militar, ya que las soluciones de armas, solamente para los hombres con armas, suelen ser el inicio de las mayores catástrofes de las sociedades civiles. El general Eisenhower se despidió de la presidencia estadounidense 24 horas antes de que fuera sustituido por John Fitzgerald Kennedy, denunciando los peligros del complejo militar industrial. Después de la reunión en Madrid de la OTAN y de los acuerdos de incremento de los capítulos defensivos de los países miembros, se puede afirmar que el complejo militar industrial nunca ha sido más fuerte de lo que es en la actualidad.

Sin duda alguna, el mundo no es más seguro tras la cumbre de la OTAN celebrada en Madrid de lo que era antes, como no lo era previo a la invasión de Ucrania. El problema es cómo vamos a recuperar el sentido de la convivencia, si es que eso es posible. Ya que, además –en términos de supervivencia pura–, si Vladimir Putin no gana esta batalla, su cuello peligra. Y es que los que le han acompañado militarmente o haciendo grandes fortunas no pueden ver cómo su suerte y sus vidas son destruidas simplemente por el fracaso de la operación Ucrania.

Hemos llegado a un punto en el que no hay muchos caminos y, además –más allá de los posicionamientos infantiles de con quién se está–, hay que saber que el mundo ha entrado en una coyuntura de peligros de los que difícilmente saldremos bien parados si no invertimos los términos sobre cómo nos estamos acostumbrando a vivir.

Llegamos a un verano. Nos vamos de vacaciones teniendo el fenómeno de la guerra total y la destrucción en la puerta como si eso no existiera. En ese sentido, resulta claro que países como México o como todo el bloque de América Latina, así como otras zonas del mundo deben saber, primero, que todo lo que está pasando les afecta o les afectará tarde o temprano. Segundo, es necesario tener presente que hoy las guerras no se pueden limitar a una actuación únicamente en una parte seleccionada del territorio; se lanzan, se multiplican y se promueven a una velocidad que resultan incontrolables.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? A un punto en el que hemos pasado de creer y sostener que nunca habíamos estado más cerca de la paz ni de la eliminación de las ideologías autoritarias a ir convirtiendo el mundo en un lugar lleno de autócratas con unas ideologías cada vez más incapaces de convivir entre sí. Un mundo con unas proporciones de falta de sentido común que terminan afectándonos completamente a todos. Esta guerra no es asimétrica. Las guerras son demenciales. Ésta es seguramente la guerra más peligrosa, ya que, de ser llevada hasta la última consecuencia, no hay posibilidad de victoria para nadie. Al final, si algo sabemos y si algo debemos aprender es que el mejor juego de guerra es no jugar a ninguno.

COLUMNAS ANTERIORES

El tigre que se convirtió en dragón
La guerra que se avecina

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.